GOLPE DE ESTADO A ILLIA (REVOLUCION ARGENTINA) ONGANIA, LEVINGSTON, LANUSSE


Revolución Argentina
“Una larga Revolución»: ¿ dictadura por 20 años?
Después de los enfrentamientos entre las facciones militares en 1962 y 1963, Onganía y el grupo de oficiales azules victoriosos habían logrado cohesionar a las FF.AA. con el propósito de mantenerlas por «encima de la política»; ello no significó, por cierto, que estuvieran «fuera» de ésta. Los militares que arrasaron con el endeble sistema constitucional en 1966 -apenas tolerado mientras no tuviese iniciativa propia- se exponían al riesgo de perder todo lo ganado en unidad y profesionalismo al postergar sine die la restauración de aquél. Una manera de prevenir dichos peligros era designar una burocracia civil, técnica y apolítica en los más altos niveles de decisión de la administración. La idea prevaleciente consistía en pensar que las FF. AA. constituían el «respaldo de la Revolución ‘; pero que no gobernaban ni cogobernaban.
Este concepto, juntamente con la concentración de poderes delegados por las tres fuerzas en la persona del presidente, implicaba la conformación de una dictadura donde Onganía gozaba, en apariencia, de total libertad de acción. O’Donnell reconoce en aquéllas, no obstante, cuatro corrientes internas: a) la línea «paternalista», cuyo representante más destacado era el propio Onganía. Entroncada con las tendencias tradicionalistas de la Iglesia, con orígenes sociales de pequeña clase media provinciana, de mentalidad autoritaria, sus miembros tenían una visión corporativista surcada por imágenes organicistas y un sentimiento conservador impregnado de paternalismo, hostil a la movilización política e ilusionado en recuperar la «integración social» que identificaban con un mítico pasado patriarcal. Eran tan ajenos a la política de masas como a los intereses de los grandes capitalistas; b) la tendencia nacionalista, también autoritaria y corporativista tenía, sin embargo, la ilusión de generar y manipular movimientos de masas que apoyasen sus consignas; alentaba la idea, asimismo, de una unión entre «pueblo» y FF.AA. que traía reminiscencias del peronismo en sus orígenes; era contraria a las ideas liberales, individualistas e internacionalistas. Apuntaba a crear un poder estatal fuerte y más activo económicamente que los paternalistas y a aliarse con el empresariado nacional; c) la línea liberal autoritaria. Entre sus cabezas visibles se hallaban los generales Julio Alsogaray y Alejandro Lanusse; varios de sus integrantes y colaboradores provenían de la clase alta urbana y eran los menos provincianos por origen y por mentalidad. Se consideraban verdaderos demócratas y creían, por lo tanto, que la imposición de un régimen autoritario no impedía el retorno a una democracia política acotada que garantizara el funcionamiento capitalista; d) un cuarto sector estaba constituido por los «profesionales», probablemente el más numeroso, escasamente proclive a los liberales pero alertas para seguir con atención la distribución de fuerzas dentro de sus armas respectivas. En la medida que Onganía mantuviera estas corrientes ajenas al poder político, podría disfrutar, efectivamente, de su autonomía; lo que logró, sin embargo, fue aislarse de su apoyo militar y facilitar su relevo.

El avance del autoritarismo.-
El elenco inicial del gobierno de Onganía contó con la participación de representantes de cada una de las corrientes que se han mencionado. Hasta fines de 1966, parecieron prevalecer paternalistas y nacionalistas, pero fue en esa instancia que estos últimos fueron desplazados por los paternalistas en el sector político y por los liberales en el económico.
Con uno u otro matiz, lo que se consolidaba era el sesgo autoritario del régimen.
Ni las FF. AA. se libraban de éste. El presidente reemplazó así a los comandantes de las tres fuerzas quienes lo habían designado en junio y nuevamente en agosto de 1968, aunque el verdadero blanco era el general Julio Alsogaray. Este había expresado a Onganía su desacuerdo con la conducción del gobierno y se lo vinculaba con una conspiración que debía desembocar en la presidencia de Aramburu. La tercera fue la vencida: cuando intentó hacer lo mismo con el general Lanusse, lo derrocaron. No le fue mejor, finalmente, con la sociedad civil. La primera medida adoptada después de la imposición del Acta de la Revolución, fue la represión, clausura e intervención de las universidades, lo que le ganó la merecida oposición de miles de estudiantes y profesores y de sectores más amplios de la clase media, impactados por las imágenes de «La noche de los bastones largos». No podía faltar la censura de prensa. Las clausuras de Prensa Confidencial y la de su reemplazante, Prensa Libre, la del semanario Azul y Blanco y en 1969, de Primera Plana, son ejemplos significativos de hasta dónde pensaba llegar el gobierno para controlar a la sociedad. Un conjunto de leyes represivas contradijo notoriamente el Estatuto en el sentido de no «proteger la vida y propiedad de los habitantes»: la nº 17401, de 1967, sobre Represión del Comunismo, la 18.670 que facultaba a las autoridades a aplicar procedimientos especiales para el juzgamiento de delitos específicamente tipificados por el Código Penal y por el Código de Justicia Militar; se aceleraron los procesos judiciales y se limitó la presentación de recursos contra las sentencias.

Política de exclusión: los partidos políticos.-
En los discursos, y declaraciones iniciales después de ungido, Onganía hizo continuas referencias a la necesidad de la participación y el compromiso que debían asumir los diferentes sectores de la sociedad. El régimen autoritario hizo uso y abuso, sin embargo, de lo que un estudioso estadounidense ha denominado políticas «exclusionistas» por oposición a las «inclusionistas». Los grupos que pueden incluirse entre las favorecidas por éstas pasaban por las burocracias públicas, las empresas del Estado, algunos elementos de las FF. AA., la burguesía financiera e industrial local vinculada con empresas transnacionales y los tecnócratas en general, cuyos intereses y valores solían coincidir con las políticas oficiales. Entre los afectados por la exclusión, la lista es extensa por cierto, la clase obrera y los partidos políticos tradicionales en primer lugar. Pero también una parte del empresariado nacional, el sector agrario y la comunidad intelectual. Las FF. AA., a través de sus comandantes en jefe, pueden incluirse en el listado. Hacia 1969, las políticas exclusionistas comenzaron a ser percibidas como crecientemente ilegítimas e inaceptables por parte de la mayoría de las fuerzas políticas relevantes y por la sociedad en general. El blanco predilecto del gobierno eran los partidos, a pesar de que casi todos -con la lógica excepción del que había sido derrocado- apoyaron el golpe de 1966 con la esperanza de que sirviera mejor a sus intereses y les permitiera posicionarse mejor en el ilegítimo escenario político nacional; no hubo, por cierto, declaraciones públicas de apoyo al gobierno desplazado y mucho menos de crítica al flamante y adusto elenco gobernante. Víctimas y victimarios, según Tulio Halperín Donghi, todos mezclados; hoy unos, mañana los otros.
La Revolución Argentina se proponía poner punto final y definitivo a esa situación. Como se ha dicho más arriba, el criterio de legitimidad esgrimido en primer lugar fue el de la eficiencia; cuando apenas los hechos de la realidad debilitaron la confianza de Onganía, «en su capacidad de hacerse obedecer por mera presencia”, una segunda justificación pasó al primer plano: aquella que proclamaba urgente imponer un régimen de excepción capaz de librar con éxito la batalla decisiva contra los enemigos mortales de un orden socioeconómico corroído por la discordia y, por lo tanto, mal preparado para afrontarlos. El diagnóstico que la junta de comandantes realizó respecto de los partidos políticos fue, así, que éstos habían transformado al país en «un escenario de anarquía caracterizado por la colisión de sectores con intereses antagónicos» y viciado, además, por un electoralismo descontrolado. La solución no podía ser otra que la disolución de la totalidad de los partidos, la .prohibición de sus actividades y la confiscación y venta de sus bienes inmuebles y publicaciones (el tratamiento que se dio a los sindicatos, reductos del peronismo, fue, por contraposición, mucho menos riguroso). Según la visión militar, las entidades partidarias habían contribuido sustancialmente al deterioro de la vida política del país; se los consideraba, en efecto, muy poco representativos, demagógicos, envejecidos e indignos de que se les confiara el destino de la Nación.

Allá lejos en el tiempo.-
La «política» era, para el presidente, sinónimo de intereses parcializados; de desorden, de promesas demagógicas que alentaban, aspiraciones prematuras; constituía, asimismo, el campo fértil de manipulaciones y oportunismos que herían el sentido moral de su concepción paternalista. La política implicaba, además, el sacrificio de las soluciones de largo plazo, cuando uno de los objetivos de la Revolución consistía, precisamente» en asegurar la estabilidad que permitiera «encarar profundas transformaciones». La política significaba, por fin, la «división de los argentinos» y, consiguientemente, el fomento del desorden y la subversión, que conducía a la faccionalización de la sociedad. En declaración publicada por el diario La Nación, Onganía agregaba: «Los partidos políticos algún día tendrán que ser reemplazados por otras organizaciones, igualmente políticas, basadas en una comunidad revitalizada, en el ideal antes que en el prejuicio, con lealtad primaria y viva a la Nación» antes que al grupo’: El gobierno de facto hizo denodados esfuerzos por controlar» las actividades políticas. Sumada a la prohibición de su existencia y a la confiscación de sus bienes, los líderes partidarios tradicionales fueron hostigados e incluso encarcelados cuando se los encontraba «culpables» de desarrollar actividades políticas. Estas y sus dirigentes eran periódicamente desacreditados por las autoridades que los condenaban por los roles que les atribuían haber desempeñado en el pasado inmediato. En mayo de 1967, en la línea del supuesto nacionalista de que «el liberalismo engendra el comunismo «, Onganía promulgó una vaga ley de defensa contra el comunismo, cuyo propósito era contraatacar a la «infiltración ideológica, a las presiones económicas del exterior y a la acción subversiva”: Anulados los partidos políticos, la lucha por alguna porción de poder giró alrededor del control de la administración de la economía y las relaciones entre el gobierno y los sindicatos. Los principales contendientes en este ámbito fundamental eran los seguidores del ex presidente Arturo Frondizi y los discípulos de Alvaro Alsogaray. Su rivalidad fue descripta como una opción entre «estructuralismo» y «monetarismo», entre conceder la prioridad a la infraestructura necesaria para un rápido desarrollo o atender primero a la estabilidad monetaria. Alsogaray tenía una» posición ventajosa: la mayor parte de la planificación del golpe había sido conducida por su hermano, el general Alsogaray, y él mismo fue convocado para asesorar en el campo de la economía política. Muchos pensaban que su designación en Economía habría de ser automática. Onganía nombró, sin embargo, a un hombre de negocios ligado a la línea nacionalista, relativamente oscuro, Jorge N. Salimei, y luego al liberal Adalbert Krieger Vasena. Frondizi quedó fuera pero no completamente. Estaba aún la constelación de Consejos Nacionales creada por el nuevo gobierno para proyectar en detalle cómo se alcanzarían los objetivos de la Revolución: CONADE, CONASE, entre otros. Los desarrollistas pusieron su mira en los dos primeros con la esperanza de dictar la política económica y de este modo modelar la nueva república desde arriba. La Revolución Argentina retaceaba siquiera prometer una salida política: las versiones que circulaban en el mundillo político subrayaban las intenciones de aquélla de reestructurar el sistema según un modelo corporativo, basado en la «participación comunitaria» de los sectores vitales de la sociedad, que indudablemente excluía a los partidos. Más aún, había indicios de la ‘intención del gobierno de convocar un referéndum para 1969, sin la participación de éstos, que legitimara el régimen. Se anunció, asimismo, que la etapa «política» del proceso revolucionario, es decir, la última, donde podrían realizarse las elecciones, se hallaba muy lejos en el tiempo. Según reprodujo La Nación, en agosto de 1968, Onganía aseguraba que «nada está más lejos del pensamiento de la revolución que la búsqueda de salidas politicas”.

La política se cuela por las rendijas.-
Algunos dirigentes políticos que, inicialmente, habían apoyado la experiencia de Onganía comenzaron a distanciarse de éste; los de origen liberal (como el general Pedro E. Aramburu y eI almirante Isaac Rojas) y aun conservadores (como Alsogaray, ex embajador de Onganía en los Estados Unidos) advirtieron en contra de las tendencias corporativistas y antidemocráticas que ahora descubrían en el régimen de facto. Frondizi, a la cabeza del Movimiento de Integración y Desarrollo, comenzó a subrayar las consecuencias de la política económica de la Revolución; el peronismo procuraba retener su poder en las organizaciones sindicales tanto como los comunistas, mientras los dirigentes del Radicalismo del Pueblo comenzaban a recorrer el país en gira casi proselitista. El hecho, pues, fue que la actitud moderada respecto de aquél, que mantuvieron los principales dirigentes hasta 1968, les permitió, por ello mismo no ser silenciados por completo. Estás eran las dos fuerzas decisivas si se producía el retorno a la democracia representativa. A fines de ese año, en efecto, la indefinición del gobierno respecto de un plan político generó las primeras inquietudes manifiestas de los partidos. En diciembre, la UCRP dio a conocer una declaración en la que alertaba -como lo había hecho el padre fundador a Miguel Juárez Celman ochenta años antes- sobre un conjunto de problemas entre los cuales el estancamiento económico se atribuía a la falta de libertad política. Advertía, así, al gobierno sobre la necesidad de obtener consenso en torno de los objetivos fundamentales o enfrentar la posibilidad de que la oposición se viera forzada a adoptar posturas más drásticas.
En la corriente balbinista que predominaba dentro de la UCRP, la figura de Arturo Mor Roig se transformó en el dirigente capaz de generar un entendimiento entre las diversas posiciones que se adoptaban frente al régimen de Onganía y con respecto a la alianza con otras fuerzas, principalmente, con el peronismo. Mor Roig, lamentablemente asesinado más tarde por la guerrilla, ejercía una gran influencia sobre Ricardo Balbín, era más abierto al diálogo y mantenía excelentes contactos con dirigentes del peronismo moderado.
Por fin, en 1967, presionado por Mor Roig y por Carlos Pugliese, el «Chino» Balbín comenzó a dar señales de adherirse a la idea de llegar a un acuerdo con el peronismo. A principios de ese año, un documento emitido por el Comité de la Provincia de Buenos Aires de la UCR aceptaba la posibilidad del acuerdo aunque con la condición de que éste preservara la individualidad de cada una de las agrupaciones. El documento fue considerado como una fórmula de «conciliación» hacia dentro del partido, pero quizás, también, hacia el justicialismo. La táctica «integracionista» tendiente a crear un frente «antimilitar», cuya elaboración inicial no había sido iniciativa del balbinismo, fue conducida por éste desde fines de 1968. Un equipo, integrado por Germán López, Roque Carranza, Alfredo Concepción, Roberto Pena, estaba elaborando un plan político; más tarde aprobado por Balbín y por la Comisión de Acción política, que integraban Mor Roig y Perette, en el que se propuso una tregua a Onganía a cambio de la apertura democrática sobre la base de una nueva ley electoral, la reestructuración del sindicalismo y la nacionalización de la economía. -Se interpretó por entonces, que el documento estaba más bien dirigido al general Lanusse para animarlo a tomar el poder y convocar a elecciones.

Entre Perón y Aramburu.-
Por el lado del peronismo, es decir, de Perón, éste abandonaba poco a poco la aparente comprensión con la que había recibido el golpe de 1966. Las razones tácticas que lo llevaron a celebrar la caída de Arturo Illia y el advenimiento de Onganía y sus muchachos, lo impulsaban ahora a defenestrarlos en el marco de la lucha interna con el sector del dirigente metalúrgico Augusto Vandor, pero, sobre todo, de su letal política de desestabilización de todos los gobiernos pos 1955. El peronismo sin Perón debía molestar, sin duda, a quien lo había creado, impuesto su propio nombre y manejado durante más de veinte años sin rivales ni resistencias a la vista. En carta a Raimundo Ongaro, pero en alusión al vandorismo y las relaciones de éste con el gobierno, Perón sentenciaba con su desparpajo habitual: «Hay una virtud contra la que el dirigente no puede delinquir: la lealtad que le debe a la base. Y, cuando olvidando la misión que ha recibido y traicionando sus deberes esenciales, se lanza a la conquista del dinero, poco tarda en quedar destruido por sus propios malos procedimientos'» Y concluía con velada amenaza: «Yo, que como siempre me mantengo al margen de los problemas internos del sindicalismo, porque creo que éstos deben ser resueltos por las respectivas organizaciones, no puedo mas que percibir con extrañeza y con dolor la falsa solidaridad provocada por unos pocos malintencionados, en complicidad con organismos oficiales, teniendo la obligación de portarse bien, no escatiman medios para provocar la destrucción de la organización sindical argentina. La demanda más insistente -pero tenuemente expresada por los partidos tradicionales- era el retorno del país al gobierno constitucional y civil. Lo más grave para la Revolución Argentina era que la campaña política en su contra incluía contactos con sectores “constitucionalistas» de las FF. AA Los políticos habían acudido a los militares en su esfuerzo por persuadirlos acerca de la ilegitimidad de los gobernantes y de los efectos perjudiciales que este hecho ejercía sobre la imagen de las instituciones armadas.
Aramburu estableció contactos, en efecto, con los dirigentes de los ex partidos políticos y hasta con algunos peronistas. La propuesta consistía en que aquéIlos, a cambio de la autorización para su funcionamiento cuidadosamente acotado, pusieran la organización y los votos necesarios para la elección de un presidente «aceptable» para las clases dominantes y las FF. AA. La formación de un «frente cívico» implicaba un acercamiento del peronismo y de su jefe en el exilio con los. _ partidos tradicionales -y con la UCR que, como se indicó más arriba, estaba predispuesta en tal sentido- empujados todos por la torpeza intransigente del gobierno, al mismo tiempo que Perón alentaba a las incipientes «formaciones especiales» a enfrentar a aquél violentamente.

Más exclusión: los sindicatos Si bien fue la dirigencia sindical peronista uno de los sectores más entusiastas en expresar su apoyo a la Revolución, «había esperado encontrar en el general Onganía al gerente de una cooperativa política de quien tenía derecho a esperar el trato deferente habitualmente reservado para los mayores accionistas; no tardó en descubrir que había contribuido en cambio a entronizar a un soberano absoluto, cuya confianza en que nadie osaría incurrir en crímenes de lesa majestad, se reflejaba en una practica de gobierno por el momento muy poco represiva, pero aun menos dispuesta a respetar posiciones de quienes habían creído contarse entre sus grandes electores tenían por definitivamente consolidadas», ha sintetizado Halperín Donghi.
Entre junio y diciembre de 1966, la elite sindical se ‘mantuvo en una situación de espera. Cuando la CGT anunció el lanzamiento de un «Plan de Acción» -que incluía paros nacionales, campañas de esclarecimiento y’ movilizaciones-, el grupo vandorista, acostumbrado a la táctica de presión y negociación, debió sorprenderse frente la reacción del gobierno. Este acusó a la entidad de utilizar «técnicas subversivas» y advirtió que quedaba interrumpida cualquier clase de diálogo; congeló los fondos de varios sindicatos, amenazó a los obreros que se adhirieran a los paros con el despido sin indemnización y la eventual cancelación de la personería jurídica a los sindicatos que persistieran en ese accionar. A principios del año siguiente, sin embargo, una eventual fragmentación se volvió más clara cuando algunos sectores estuvieron dispuestos a colaborar con e! gobierno (los «colaboracionistas»). De hecho una fracción minoritaria de dirigentes obreros estaba dispuesta a negociar dentro del anunciado plan participacionista (los «participacionistas») -se les prometió institucionalizar esa participación una vez que se normalizara la CGT- pero con la condición de no hacerla junto con el principal grupo «colaboracionista». A una tercera tendencia, la de los líderes Raimundo Ongaro y Agustín Tosco, el gobierno le ofreció acoso y persecución por medio de las fuerzas de seguridad. Hacia fines de 1967, el sector sindical había sido derrotado, ya que la CGT se hallaba ante el dilema de continuar un camino en el que sólo encontraría mayor represión o someterse a lo que no era menos que una rendición incondicional. La táctica predilecta de Vandor, de presionar y negociar, chocaba con la intransigencia oficial y cosechaba nuevos reveses.

La CGT se divide.-
Para marzo de 1968, el plan de acción había sido levantado. Las disidencias internas que se agitaban en el sindicalismo terminaron por estallar ese mismo mes en el Congreso Normalizador de la CGT. Éste se proponía reemplazar a la conducción renunciante tras el fracaso de los intentos huelguísticos del, año anterior y al hacerlo precipitó la división. Los sectores combativos -independientes, marxistas y peronistas duros- eligieron como nuevo secretario general a Ongaro. El movimiento obrero quedó así dividido en dos confederaciones. .un grupo de poderosos sindicatos de Buenos Aires, conducidos por Vandor, formó una nueva CGT, llamada CGT Azopardo, que intentaba negociar con el gobierno. La CGT de los Argentinos,’ la de Paseo Colón, u opositora, exhortaba a resistir a la dictadura y condenaba tanto a los «participacionistas» como a los «colaboracionistas». «La clase trabajadora tiene como misión histórica la destrucción del sistema capitalista (…) «‘sostuvo en un manifiesto- El gobierno del general Ongania es la expresión de este sistema. De forma dictatorial (…) esta mas allá de toda redención (…). No habrá ningún pacto entre la clase trabajadora y el general Ongania. Rechazamos el entero sistema y todas las alternativas que ofrece (…). No estamos dispuestos a negociar nuestra verdad, nuestros derechos, nuestra dignidad». La tendencia más radicalizada terminó por convertirse, pues, en la vanguardia del movimiento de oposición. Una huelga de trabajadores del petróleo, en octubre de 1968, mostró indicios del debilitamiento del gobierno y persuadió a Vandor de unirse al movimiento opositor. Exigió así cambios en las políticas económicas y laborales; el restablecimiento de los convenios colectivos, salarios más altos y la definición oficial respecto de su participación en la Revolución. El gobierno requirió entonces la formación de un frente laboral unificado para: poder negociar aunque el único sector que aceptó la sugerencia fue la minoría de dirigentes «colaboracionistas». El gobierno hacía esfuerzos infructuosos por detener la radicalización de los trabajadores. En abril de 1969, estallaron nuevas huelgas en Tucumán y Córdoba y, después de los incidentes estudiantiles que estallaron en Resistencia y en Corrientes, las dos CGT convocaron a una huelga general que derivó, como se verá más adelante, en el Cordobazo. La CGT A fue perdiendo, sin embargo, protagonismo: a medida que desarrollaba una táctica errática y que sufría las consecuencias de la represión, los principales sindicatos que la integraban, comenzaban a abandonarla para retornar al vandorismo. Dejaba, sin embargo, un balance favorable, según Mario Rapoport: «Su discurso de oposición frontal al gobierno y de condena a las tacticas negociadoras de partícipacionistas y vandoristas prendió en las regionales del interior, a nivel de plantas fabriles -sobre todo en Córdoba- y adquirió acentuados tonos clasistas y anticapitalistas’:

La nueva era. El tiempo económico.
Los protagonistas de la: Revolución Argentina se propusieron un proyecto que creían diferente al de otros gobiernos militares, en los aspectos socioeconómico, tecnológico, cultural y político. Aspiraban a crear una sociedad moderna, próspera y justa, a través de la estabilidad y el crecimiento económicos. Pretendían, además, levantar «un orden político para que el país retornara el sendero de una democracia representativa». Así, suponían que el proceso que iniciaban-y que duraría por lo menos una década- requería el desarrollo de diversas etapas. El objetivo político inmediato era imponer el orden y la estabilidad política mediante un gobierno autoritario; sostenían que ello era indispensable para producir el crecimiento y la prosperidad social. Cuando se cumplieran las etapas previas, la Nación estaría preparada para erigir un sistema democrático. El primer «tiempo» colocaría el énfasis sobre lo económico; el segundo, en lo «social», apuntando a la justicia distributiva y al impulso a las «transformaciones estructurales» facilitadas por el ordenamiento previo. El último traería la novedad de la política, articulada por un nuevo Estado y por las organizaciones auténticamente representativas de la comunidad. Un Estado fuerte y eficaz aspiraba a un orden basado en tres premisas: la integración social, la unidad espiritual y la supresión de roda causa de conflicto. El Estado y la sociedad constituían una comunidad orgánica, en la que cada uno de sus miembros debía cumplir .funciones que concurriesen armónicamente al bien del todo. La tendencia paternalista, que encabezaba el propio presidente, emergía por encima de la fragmentación para imponer la integración y la solidaridad que la sociedad era incapaz de darse a sí misma. Si bien esta tendencia junto a la nacionalista ocupó y dominó el aparato político de la Revolución, el tiempo económico marcó el predominio de la línea «liberal» a partir de la primera crisis de gabinete, con la llegada de Krieger Vasena al Palacio de Hacienda. El liberalismo económico no sólo contaba con el apoyo de sectores de las FF.AA. sino que se identificaba con los grupos más modernos, más dinámicos y más poderosos de la sociedad -en la versión de un autor, la gran burguesía, las fracciones oligopólicas del capital urbano, el capital -transnacional y la gran prensa-o Sin embargo, había matices: no eran antiestatistas ni proponían el retorno de laissez faire; tampoco se oponían a la expansión del aparato estatal ni a sus actividades económicas siempre que sirvieran a sus intereses. Coincidían con los paternalistas en que el Estado debía ordenar a la sociedad, poner «en su lugar» y despolitizar a los sectores más conflictivos. Tenía también que inducir el aumento de las inversiones bajo una apariencia de orden y de una dominación que perdurara en el tiempo. Según O’Donnell, el Estado «burocrático-autoritario» podía ser exitoso si implementaba medidas liberales que le permitieran estrechar lazos con el gran capital local y transnacional. Creían necesario «domesticar» a los sindicatos bajo control estatal, debilitar al sector popular y fomentar la expansión de lq alta burguesía. Si bien esta postura chocaba con el criterio de equilibrio. de paternalistas y nacionalistas, entre 1967 y 1969, la: estabilidad política sumada a la racionalización y reducción del gasto fiscal lograron un crecimiento económico que hizo creer a los «paternalistas», que había llegado el momento del «tiempo social», caro al presidente.

El tiempo social.-
Muchas razones obligaban a Onganía a mejorar sus relaciones con el sindicalismo. Como era previsible, al alejamiento del presidente del sector liberal le sucedió una incipiente campaña que lo acusaba de «presidencialismo» y de personalización del poder. El comandante en jefe del Ejército, Alsogaray, lideró esta facción y se convirtió en un crítico de la política presidencial. No resulta casual que el primer-anuncio oficial acerca del comienzo del «tiempo social» surgiera pocos días después del desplazamiento de aquél y en plena ola de rumores siniestros sobre el futuro de la democracia. La nueva etapa era concebida por los paternalistas como el de «ensamblamiento» corporativo entre el Estado y la sociedad. En segundo lugar, la corporativización incluiría a la sociedad en su conjunto; por último, habría un mayor equilibrio social mediante la distribución del ingreso. El choque con Krieger Vasena parecía entonces inevitable: ¿lo sería también con los grupos liberales de las FF.AA.?. No se logró, sin embargo, cooptar al sindicalismo y en lugar de unificarlo, se contribuyó a fragmentar y a debilitar a la rama participacionista. Onganía había subrayado, por entonces, que la duración del tiempo social no reconocía plazos sino que el «tiempo económico», al promover la acumulación de capital y el crecimiento económico, permitía una más justa redistribución de los recursos; no solamente el mejoramiento de los salarios sino también la expansión de los servicios asistenciales que hacen a la salud y la educación. La intención oficial de facilitar la unificación de la CGT tenía por objeto constituir un organismo realmente representativo. En octubre sostuvo ante la prensa que «el país volverá a una no a la democracia política en que el ciudadano sólo tenía participación el día del comicio». Transportado de improviso a 1931, Onganía repetía los mismos conceptos que habían hecho fracasar al general José F. Uriburu: «No hay plazos para concretar el llamado tiempo político, el que será fijado cuanto se hayan cumplido los objetivos y se den las condiciones indispensables para que el gobierno fije los plazos, ya que hacerlo antes sería avivar inquietudes». Le esperaba el mismo destino. Un conjunto de razones comenzaba a socavar, hacia principios de 1969, la fidelidad de los altos jefes militares: la extranjerización de la economía como resultado de la aplicación del plan económico y del creciente rechazo que generaba en la sociedad, las vagas perspectivas políticas de un gobierno que había pretendido soslayar a los partidos tradicionales, la incorporación a las mas de la oposición de sectores rurales desplazadas por los industriales y las corporaciones transnacionales y, poco después, la aparición de la guerrilla.

Autoritarios y liberales.-
El gobierno de facto de la «Revolución Argentina» conservaría una duplicidad que se mantendría en los futuros gobier¬nos militares: un discurso patriótico, na¬cionalista, que exaltaba la soberanía na¬cional y una economía que enajenaba, precisamente, esa soberanía pregonada en lo político. Su programa, bajo la ges¬tión del general Juan Carlos Onganía, como se ha visto anteriormente, favore¬ció al capital financiero internacional, en segundo lugar, a las industrias que tenían acceso al crédito internacional y, por ul¬timo, al sector agropecuario. Pero, de to¬dos modos, las FF. AA. fijaron límites al equipo económico. El CONASE y la Di¬rección General de Fabricaciones Milita¬res impusieron el veto a algunas decisio¬nes, como por ejemplo la oposición de esta última Dirección al proyecto de con¬trato entre la U.S. Stee! y ACINDAR-que deseaba expandir el complejo siderúrgico de Villa Constitución-, debido a exigen¬cias consideradas improcedentes solicita¬das por la empresa norteamericana. De¬bido a esa posición, el gobierno decidió orientar sus esfuerzos al desarrollo nacio¬nal con SOMISA. Se eligió, además, a un constructor europeo para la estación terrestre de comunicaciones por satélite de Balcarce y se adjudicó la central ató¬mica de Atucha a una firma alemana — Siemens— que proponía la utilización de combustible nacional en lugar del uranio enriquecido con que presionaban los norteamericanos. En plena Guerra Fría, los EE. UU., a pesar de su preocupación por formar a las fuerzas armadas latinoa¬mericanas como los custodios del sistema -«occidental y cristiano»-, a menudo las proveyeron de material bélico en mal es¬tado. Así, en la Argentina, el Ejército se volvió hacia el Viejo Continente y se concertó un contrato, en Francia, con una filial de Schneider, y se lanzó el Plan Europa, que aspiró a dotar al país de ar¬mas modernas. La Cámara Argentina de Comercio, la Bolsa de Comercio, la Unión Industrial, la Sociedad Rural, la Confederación de Asociaciones Rurales de Buenos Aires y La Pampa (CARBAP), la Asociación de Bancos y la Acción Co¬ordinada de Instituciones Empresariales Libres (ACIEL) se habían frustrado cuando no se nombró al ingeniero Alva¬ro Alsogaray como ministro de Econo¬mía y se prefirió a un industrial del acei¬te nacionalista católico como Néstor Salimei, el que no tardó en ser reemplazado por Adaibet Krieger Vasena, quien al in¬tentar reducir la inflación y el déficit fis¬cal y apoyar la creación de bienes dura¬bles aplicó retenciones a las exportacio¬nes agropecuarias y congeló los salarios. En la Exposición Rural, el presidente Onganía -quien parecía estar dotado de un poder absoluto- se presentó con una carroza de época y expresó que «el país de las vacas y el trigo habían quedado atrás». Con el aporte de capital extranjero se eje¬cutaron obras públicas de envergadura como el puente Zárate-Brazo Largo, que facilitó la vinculación de Buenos Aires con Entre Ríos; el dique del Chocón-Cerros Colorados en Neuquén, que generó energía para el conurbano bonaerense; la central atómica de Atucha y la amplia¬ción de caminos y puentes que conecta¬ron a la Mesopotamia con el resto del país y los países limítrofes. También se tuvo en cuenta a provincias del noroeste, Catamarca y La Rioja, con proyectos de desarrollo hídrico para zonas áridas. Es¬tas realizaciones coexistían en una orien¬tación económica, que lo que menos se proponía era fortalecer el aparato econó¬mico nacional. Desde el gobierno del ge¬neral Aramburu, la deuda comercial se había transformado en deuda financiera y Krieger Vasena, en 1967, cuando el Presidente adhirió al FMI, asumió, en el Club de París, como deuda financiera la deuda comercial flotante de 700 millo¬nes de dólares. El programa de Krieger Vasena puso en crisis al movimiento sin¬dical y a la sociedad en su conjunto Des¬pués de la conmoción que significó el Cordobazo, Onganía cambió nuevamen¬te su gabinete y el nuevo ministro de Economía fue José María Dagnino Pastore, que había ocupado el mismo cargo en el gobierno del general Francisco Imaz en la provincia de Buenos Aires. Después de su gestión, el ministro salien¬te desempeñó un cargo ejecutivo en la multinacional alimentaria Deltec Inter¬nacional, de capitales estadounidenses y, mas tarde, ocupó un puesto en el FMI.
Onganía, único depositario del poder.-
El conjunto de factores que concentró en Onganía la totalidad del poder —a partir de una revolución que no se había fijado plazos- albergó, desde el primer momento, los gérmenes que a la larga serían los responsables del fin de su ca-
rrera política. Una cuestión especial¬mente sensible radicaría en la obediencia que le debían los comandantes en Jefe que lo habían encumbrado a la presiden¬cia. Ante los primeros atisbos de conflic¬to se tomaron medidas que subrayaron, con precisión, que el poder no se com¬partía con el Presidente. Así se ejecutó una reforma ministerial, que implicó la supresión de las secretarias de Guerra, Marina y Aeronáutica para evitar la dua¬lidad ministro/comandante en jefe. La toma de decisiones relativas a la defensa nacional se producían en el seno del CONASE con la intervención de los mi¬nistros y de los comandantes en jefe, pe¬ro, en todo caso, ése era el límite del po¬der de estos últimos. Avanzada la gestión de Onganía, en agosto de 1968 y siem¬pre como un reaseguro del poder depo¬sitado en sus manos, el Presidente relevó a los comandantes de las tres armas. El general Julio Alsogaray, el almirante Be¬nigno Várela y el brigadier Teodoro Al-varez fueron reemplazados, respectiva¬mente, por Alejandro A. Lanusse, Pedro Gnavi y Jorge Martínez Zuviria. No obstante su preocupación por el domi¬nio incuestionable del poder, la elección de los reemplazantes para las comandan¬cias en jefe no había obedecido simple¬mente al estricto cumplimiento del esca¬lafón militar. Las preferencias de Onganía por soluciones de corte nacionalista y corporativo, caras a la derecha, no ha¬bían sido obstáculo para nombrar a re¬presentantes de sectores liberales de las FF. AA., especialmente en el caso del Ejército. El general Alsogaray estaba re¬lacionado, a través de su hermano Alva¬ro, con intereses económicos norteame¬ricanos y el general Lanusse, ligado a los grupos tradicionales de la provincia de Buenos Aires, aunque compartía el anti-peronismo, no comulgaba con las ideas corporativas. Detrás del relevo de los co¬mandantes asomaron compromisos, sus¬tento de la latencia de un conflicto que sólo necesitaba de tiempo para aflorar y obligar a un drástico cambio de rumbo.

¿»Partidos» en la Iglesia?
La jerarquía de la Iglesia Católica, comprometida con el gobierno a través de sus integrantes más conservadores, afi¬nes a los sectores dominantes, reveló la existencia de otros grupos más dinámicos y comprometidos con la realidad social, y con afinidades políticas vinculadas al Movimiento de Sacerdotes del Tercer Mundo. La Iglesia, después de la Confe¬rencia Episcopal de Medellín (1968), ha¬bía anunciado el nacimiento de ese mo¬vimiento, que los grupos de la jerarquía más tradicional nunca aceptaron. En ma¬yo de 1970, se había desarrollado, en Santa Fe, el Tercer Encuentro Nacional de los Sacerdotes para el Tercer Mundo cuyos voceros eran los padres Alberto Carbone y Carlos Mugica. Ese mismo año, la Asamblea Episcopal había entro¬nizado a monseñor Adolfo S. Tórtolo al frente de los pastores eclesiásticos Su nombramiento, por la forma de elección, había sido cuestionado no sólo por los sacerdotes tercemundistas sino también por monseñor Antonio Quarracino. Pero la jerarquía eclesiástica mantenía fluidas y firmes relaciones con el gobierno y practicaba un ritual de reuniones perió¬dicas con el Presidente, que con más ra¬zón efectuó una de ellas al término de la Asamblea Episcopal. En la ocasión, la Comisión Ejecutiva del Máximo Ente Pastoral de la Iglesia concurrió en pleno a la Casa Rosada, encabezada por Adolfo Tortolo, arzobispo de Paraná, acompa¬ñado por Raúl Primatesta, arzobispo de Córdoba, y Antonio Plaza, arzobispo de La Plata. El Movimiento de Sacerdotes para el Tercer Mundo ya había tenido problemas con las otras tendencias de la Iglesia. En Rosario, unos treinta sacerdo¬tes expresaron sus críticas sobre el muy conservador obispo de ésa diócesis, mon¬señor Guillermo Bolatti, quien había conseguido, en junio de 1969, expulsar al cura párroco de Cañada de Gómez, padre Armando Amiratti La población se había opuesto a la medida con la con¬secuencia de una represión que costó he¬ridos y detenidos. Desde el arzobispado de Buenos Aires, su titular, monseñor Antonio Caggiano, interpretaba los he¬chos como una crisis de fe al interior de la propia Iglesia
¿Las urnas o las armas?
En 1967 mataron en Bolivia a Ernesto Guevara, el «Che». Protagonista sobresa¬liente en la Revolución Cubana, sus in¬tentos de exportar la revolución lo lleva¬ron al África y luego a Bolivia para crear, con la táctica de la guerra de guerrillas, «dos, tres, muchos Vietnam». Semanas an¬tes de su ejecución, las tropas norvietna-mitas y del Vietcong habían emprendido la ofensiva con la que comenzó el fin de ta guerra de Vietnam y la derrota estadounidense. Guevara cayó en una em¬boscada del ejército boliviano, y fue eje¬cutado el 8 de octubre de 1967 en La Higuera. Su nombre y su provecto político consolidaron su expansión como una bandera para la revolución próxima. Cuando, en 1968, se desató el «Mayo Francés», con repercusiones en otras lati¬tudes, y llegó la represión de estudiantes en la plaza de Tlatelolco, en México, la bandera del Che y su imagen fueron tes¬tigos. El «Che» -cuyo apelativo agrega la carga afectiva de su condición de modis¬mo argentino- contribuyó, en el país, con el sentimiento de orgullo de la iden¬tificación por la tierra de nacimiento, añadido al universalismo de la ideología política que había sostenido. Sin perjui¬cio del ejemplo que tanto él como la Re¬volución Cubana representaron para ten¬tativas guerrilleras de los años ’60 -cuan¬do la solución por las armas comenzó a convencer mas que la solución por las ur¬nas-, quienes en la Argentina reivindica¬ban su pertenencia a la izquierda revela¬ron una divisoria de aguas en el campo ideológico: se profundizaron diversos en¬foques del marxismo, tanto desde la teo¬ría como desde la praxis política, y en cuanto al recurso de la acción directa o de la lucha armada, se manifestaron líneas que inclinán¬dose por la «patria socialista» no respon¬dían ideológicamente a vertientes del marxismo.-

El descontento y la oposición
Con el correr de la gestión militar, las nuevas relaciones de fuerza produjeron brotes nacionalistas, que se apoyaron en reivindicaciones populares. En Tucu-mán, los cañeros ya habían iniciado la lucha por los reclamos salariales y sus fuentes de trabajo. Hubo cierres y rea¬perturas de ingenios, hasta con el saldo de una muerte, pero los dueños de los conglomerados industriales emplearían todo su poder para concentrar la pro¬ducción y fijar los precios de la caña, de acuerdo con sus intereses y la conse¬cuencia de la desocupación y el éxodo. Una ley sobre reorganización de los puerros modificó las condiciones labora¬les de los estibadores, que se declararon en huelga por tiempo indeterminado, las autoridades del Sindicato Unido Portua¬rios Argentinos fueron destituidas me¬diante el procedimiento legal de inter¬vención y su máximo dirigente, Eusta¬quio Tolosa, sufrió una condena a cinco anos de prisión y la pérdida de sus dere¬chos cívicos. Los dos sindicatos ferrovia¬rios se opusieron al despido de personal juzgado excedente y se rebelaron. Traba¬jadores de servicios eléctricos y petrole¬ros perdieron las condiciones especiales de sus jornadas de trabajo y en las zonas problemáticas del interior, como Tucumán y Córdoba, en los centros de gran combatividad obrera, como Rosario, y aun en regiones con empresas pequeñas
y problemas de desempleo hubo conmo¬ción y movilización. Las desavenencias entre el gobierno y los sindicatos fueron creciendo en extensión y en dureza y, hacia los primeros meses de 1969, el CONASE se pronunció respecto del plan de lucha obrera calificándolo de atentatorio contra la seguridad nacional porque «subvertía la paz social». Se repri¬mieron huelgas, se arrestaron activistas, se intervinieron sindicatos y se les retiró la personería gremial. El vandorismo re¬tardaba las reacciones, pero el resto, es¬pecialmente la CCT de los Argentinos, pronto comenzaría las hostilidades abiertas contra el gobierno. A esa altura, la confrontación se expresaba desde dis¬tintas tendencias ideológicas y la situa¬ción iba ganando en complejidad. Dis¬tintas expresiones de la derecha, mas ex¬tremas y mas moderadas, también fueron cuestionadas y censuradas o reprimi¬das por el gobierno: el movimiento na¬cionalista católico Tacuara, de la extre¬ma derecha en los años ’60. que tomaría otra orientación política, sin abandonar la acción violenta, o el nacionalismo antiliberal del Movimiento de la Revolu¬ción Nacional, que dirigían el doctor Marcelo Sánchez Sorondo y el general Carlos Augusto Caro, quienes aspiraban a una confluencia transpartidaria, siem¬pre dentro del campo nacional. Sánchez Sorondo, director del periódico naciona¬lista Azul y Blanco, había sufrido el cie¬rre del periódico y la cárcel por sus críti¬cas al gobierno, como se ha señalado anteriormente, circunstancias en las que afirmó que Onganía «se equivocaba de enemigo». Los sectores intelectuales, afectados desde la intervención de las universidades, habían comenzado a mo¬vilizarse a fines de 1967 y con ellos el movimiento estudiantil se rebeló. El 15 de mayo de 1969 la policía mató, en Corrientes, a un estudiante, Juan José Cabral, durante una manifestación con¬tra el aumento de precios en los restau¬rantes universitarios; en Rosario, otro estudiante, Adolfo Ramón Bello, también fue herido de muerte. Las manifestacio¬nes estudiantiles de protesta se multipli¬caban así como la represión policial. El actor Juan Carlos Gene, durante una función teatral, pidió un minuto de si¬lencio por «los asesinados por la dictadu¬ra», y fue detenido. Onganía ordenaría la ocupación militar de Rosario, cuando estalló Córdoba. Entonces se haría reali¬dad la bandera de «Obreros y Estudiantes Unidos y Adelante».

Córdoba …y el Cordobazo
El 1° de mayo de 1969, la CGT de los Argentinos publicó un manifiesto en el que expresaba que los obreros, agra¬viados en su dignidad y despojados de sus conquistas, retomaban las viejas banderas de lucha. También en esos pri¬meros días de mayo de 1969, la Unión Obrera Metalúrgica (ÜOM) realizó, en Mar del Piara, un congreso nacional de delegados en el que se hizo clara la opo¬sición al gobierno. Vandor viajó a Cór¬doba para entrevistarse con Elpidio To¬rres, del Sindicato de Mecánicos de Au¬tomotores, Transportes y Afines (SMATA), que pertenecía a su corrien¬te, pero también con Agustín Tosco, del Sindicato de Luz y Fuerza (LyF), y Atilio López, de la Unión Tranviarios Au¬tomotor (UTA), ambos pertenecientes a la CGT de los Argentinos. De Córdoba, se decía en 1968, que era la ciudad ar¬gentina donde comenzaba el futuro, porque protagonizaba una revolución industrial comparable a la que se había producido en Buenos Aires en la década del ’40 y también a la de Milán y a la de Turín. Pero se reconocía que, junto a ese futuro, convivía la «sociedad tradicio¬nal de la colonia». En Córdoba estaban instaladas las mayoría de las fábricas de automotores -una moderna industria perteneciente a capitales extranjeros-como Fiar y Renault, cuya sede admi¬nistrativo-financiera se hallaba en Bue¬nos Aires. Allí se pagaban los más altos salarios, lo cual impulsó, además, un proceso de urbanización acelerado. El gobierno provincial había tratado de im¬poner un «consejo corporativo» de par¬ticipación, que no recibió ninguna adhesión y el 14 de mayo, la UTA, el SMATA y la UOM enfrentaron en Cór¬doba a la policía. El congelamiento de salarios incluido en el plan económico despertó el malestar por el cual las dos centrales obreras lanzaron un paro, en el orden nacional, para el 29 de mayo. La CGT cordobesa resolvió transformar el paro nacional en paro activo y Elpidio Torres de SMATA y Agusutín Tosco de Luz y Fuerza -que habían dejado de lado sus diferencias y decidieron la acción conjunta— los movilizaron personalmen¬te, disponiendo con sus respectivas bases cinco puntos de agrupamientos, para enfrentar a la policía. El movimiento es¬taba yendo mas lejos de lo que Vandor se había animado. A las diez de la maña¬na, las columnas de SMATA y de Luz y Fuerza convergieron hacia el centro y se sumaron sectores de trabajadores de cla¬se media y estudiantes- El gobernador, Carlos Caballero, pidió auxilio al jefe del Tercer Cuerpo de Ejercito, general Eleodoro Sánchez Lahoz, el que a las 13 emitió el comunicado No 1 anunciando la creación de Consejos de Guerra. La policía se replegó y el pueblo cordobés lo vivió como un triunfo y comenzó a festejar. Pero una hora mas tarde, apro¬ximadamente, el Ejercito se acercaba pa¬ra cumplir con uno de sus principales cometidos: detener a Elpidio Torres y a Agustín Tosco. En el Barrio Clínicas, el barrio estudiantil, se formaron barrica¬das y la mayoría de los barrios cordobe¬ses se convirtieron en zonas de resisten¬cia, donde también se agruparon obre¬ros y sectores medios. La coordinación entre Torres, Tosco y López de la UTA resultó fundamental, porque entre los tres gremios controlaban la industria automotriz, la energía eléctrica y el trans¬porte. En la mítica Canadá se produjo el primer choque con la policía donde fue muerto Máximo Mena, lo que enarde¬ció a los manifestantes. Con la policía desbordada, se impuso la presencia del Ejército, que llegó a cargo del general Jorge Carcagno, jefe de la IV Brigada Aerotransportada de Córdoba, opera¬ción ordenada por el general Alcides Ló¬pez Aufranc, jefe del Tercer Cuerpo. El resultado oficial fueron 14 muertos, aun cuando se comentó que los fallecidos fueron más de 30, además de 500 heri¬dos y 300 detenidos. Se allano la CGTA y se detuvo a sus dirigentes para su juz¬gamiento por los Consejos de Guerra. Se los acusó de pertenencia al comunis¬mo internacional. Pero el saldo de esa situación compleja, en la que se expresó un mas que heterogéneo conjunto de actores políticos y sociales, fue una toma de conciencia colectiva, que puso en evi¬dencia que la política no podía ser su¬primida por decreto.

Lo que dejó el Cordobazo
Con el Cordobazo, la combinación de movilización sindical organizada y de in¬surrección popular espontánea y sus re¬percusiones en todo el país consolidaron el descontento hacia el gobierno. La socie¬dad, conmocionada en su conjunto, co¬menzó a expresarse y se aglutinó la crítica de los sectores desplazados del poder y las que latían en diferentes sectores de las FF. AA. Desde entonces se definieron mejor las fuerzas políticas que adherían o se opo¬nían al sistema, aunque entre ellas existían antagonismos- Con la excepción del Parti¬do Comunista, los demás partidos políti¬cos -incluido el Partido Socialista, como la expresión de la social democracia-, si bien podían criticar o cuestionar e! siste¬ma, no aspiraban a un cambio estructural. A pesar de la prohibición de las activida¬des políticas, comenzaron a movilizarse mas abiertamente y a anudar alianzas para lograr un frente común, que apuntaba al retorno de la «democracia participativa'». Entre los más reconocidos políticos, Hi¬pólito Solari Yrigoyen y Oscar Alende convalidaron eí Cordobazo. El desarrollismo, encauzado en e! MíD, ya había logra¬do distanciarse del gobierno, igual que el peronismo, que entró en contactos con los radicales de la UCRP. En el sindicalismo, el Cordobazo desnudó no sólo dos ideologías, sino dos formas de «hacer polí¬tica»; la de Augusto Vandor y la de Agus¬tín Tosco, E! primero asumió un peronis¬mo de conveniencia -confesaba, que fuera de el era imposible mover ninguna pieza gremial- y una posición participacionista, con permanentes acuerdos con el poder, muchas veces opuesto a los intereses de las bases. Agustín Tosco fue ejemplo de todo lo contrario, manteniendo la coherencia entre su ideología y su acción gremial y política. Se acercó al ámbito universitario y abrió la sede de Luz y Fuerza a los estu¬diantes, a quienes prestó apoyo en sus ma¬nifestaciones de protesta. Aunque recono¬cía banderas de justicia social y liberación en el peronismo, rechazaba otros aspectos que consideraba negativos. En el sindica¬to, donde su liderazgo era indiscutido, acogía a todos los que compartieran sus ideas de liberación cualquiera fuera su ori¬gen ideológico.

Muerto El Lobo…
El 30 de junio de 1969 mataron a Au¬gusto Timoteo Vandor -El Lobo- en la sede de la UOM, en La Rioja al 1900, en la ciudad de Buenos Aires. Lo balearon y le dejaron una bomba en los pies, El vandorismo representaba el debilitamiento de las organizaciones de base de los tra¬bajadores, que benefició a las conduccio¬nes sindicales en el control de sus afilia¬dos. Vandor había desarrollado su propia estrategia política y la lucha por el poder entre el y José Alonso ya había dejado como secuela el asesinato del dirigente metalúrgico Rosendo García en la Confi¬tería Real de Avellaneda. Una investiga¬ción de Rodolfo Walsh intentó probar que Ro¬sendo García había sido eliminado por los integrantes del grupo de Vandor con el consentimiento del gobierno de Onganía. La acritud del gobierno ante la muerte de El Lobo fue ocupar e interve¬nir la Federación Gráfica Bonaerense y la mayoría de los sindicatos integrantes de la CGTA. Su líder, Raimundo Ongaro, y los demás dirigentes fueron detenidos y debieron compartir la cárcel con Agustín Tosco y Elpidio Torres.

Operativo Pindapoy.-
El 29 de mayo de 1970 se cumplía un año del Cordobazo y se conmemoraba otro Día del Ejército, De su despacho en el 8° piso de Montevideo 1053 —frente al exclusivo colegio católico Champagnat, en la ciudad de Buenos Aires, fue secuestrado el general Pedro E. Aramburu. El operativo se llamo Pindapoy, y los que participaron en él iban vestidos con ropa del Ejército. Fueron nueve personas; Emilio Maza, Fernando Abal Medina y su novia, Norma Ester Arrostito, Mario Eduardo Firmenich, Carlos Maguid, Carlos Capuano Martí¬nez, Carlos Gustavo Ramus, Ignacio Velez y su esposa Susana Liprendi. Condu¬cido a una estancia, en Timote, en el oes¬te de la provincia de Buenos Aires, Aram¬buru, fue sometido a un juicio en el que se lo responsabilizó de los fusilamientos, que llevaron su firma, en 1956 y de la de¬saparición del cadáver de Evita. Conde¬nado a muerte, fue “ejecutado” el 1° de ju¬nio. En una serie de comunicados -en los que se consignaba «Perón Vuelve «- dieron a conocer la secuencia, que la población leía, escuchaba y miraba con asombro por los medios. El nº 3, difundido el 31 de mayo, daba a conocer la resolución del “Tribunal Revolucionario” de pasarlo por las armas y de restituir sus restos a la fa¬milia cuando fueran devueltos los de Eva Perón, Se había presentado en sociedad la agrupación Montoneros. Onganía fue acusado ya de ne¬gligencia en la investigación, ya de res¬ponsabilidad directa, pues Aramburu se perfilaba como su posible reemplazante. Los liberales lo consideraban como reser¬va de la Nación pues mantenía contacto con los peronistas en el mas alto nivel y mostraba un perfil menos autoritario que Onganía. Ni éste, ni ninguno de los dos presidentes que lo sucedieron se avinie¬ron a los requerimientos de la familia y de los amigos de formar una comisión que pudiese identificar y juzgar a los cul¬pables. El general Bernardino Labayrú y el Capitán de Navío Aldo Luis Molinari formaron, si, una Comisión de Homena¬je, que intentó esclarecer el hecho. No lo logró y solamente en 1973 los responsa¬bles del secuestro y muerte de Aramburu hicieron pública su autoría del hecho en la revista Causa Peronista, comprometida con Montoneros.
Fisuras en el «partido militar».-
El poder militar se mantenía con negociaciones y acuerdos. Pero existía en ese partido el conflicto latente entre corporativismo y el liberalismo. El Cordobazo lo afectó en su equilibrio, pero no lo derrumbó. Hubo que hacer cam¬bios; el 4 de junio de 1969, el general Onganía modificó el gabinete sustitu¬yendo al ministro de Economía, Adalbert Krieger Vasena, por José M. Dagnino Pastore. El pase del general Fran¬cisco Imaz de la gobernación de Buenos Aires al Ministerio del Interior causaría, en cambio, una mayor tensión en el Ejército. En la provincia fue sustituido por Saturnino Llorente, hasta entonces titular del Banco Nación. Una semana más tarde, el día de la jura de los nuevos ministros, hasta cinco minutos antes de las ocho de la noche, los Generales de División con mando de tropa en la Capital y alrededores permanecían convocados en la sede del Estado Mayor para decidir si avalaban con su presencia la ceremonia de juramento. Pero Onganía precipitó el acto y puso a los conspiradores ante un hecho consumado. De todos modos, consiguió conciliar intereses integrando al gabinete dos figuras de extraccción liberal; Juan B. Martín, que hasta ese momento era embajador en Japón, fue promovido a ministro de Relaciones Exteriores, y Nicasio Campos, Presidente del Banco Ganadero Argentino ocupó la cartera de Defensa. Por lo demás, con el desplazamiento de Conrado Bauer de Bienestar Social, se completó el gabinete con Carlos Alberto Consigli, que había sido ministro de Sa¬lud Pública y Bienestar Social de la gestión del defenestrado gobernador de Córdoba, Carlos Caballero. No obstan¬te, la nueva tormenta que significó el se¬cuestro de Aramburu aceleraría la caída del gobierno. Lanusse, en sus memorias, calificó de difusos los objetivos de la Revolución Argentina.-

Onganía: su última hora.-
El llamado «Onganiato» era un callejón sin salida, a pesar de que ha¬bía sobrevivido un año al Cordobazo y a la continuación de la rebeldía y el des¬contento, inclusive el de los propios mi¬litares. A ellos les desagradaba verse ex¬cluidos de las decisiones del gobierno; estaban convencidos de que al reprimir el Cordobazo habían cumplido con su deber, pero aspiraban a que la represión interna no fuera el único papel que se Ies ofreciese. El 8 de Junio de 1970 des¬tituían al general Onganía- Fue un cam¬bio pacífico, porque ninguna unidad militar, ningún movimiento civil lo apoyó. El 22 de abril de 1970, un docu¬mento del ex presidente Arturo Frondizi había expresado que la esperanza que el país ‘había depositado en el gobierno del Onganía se había frustrado y que «la revolución estaba agotada». Sus manifes¬taciones revelaban el apoyo que el desarrollismo había brindado al golpe mili¬tar que había derrocado al presidente Illia y la participación civil en los golpes militares. Cuando ese 8 de Junio la Junta Militar, integrada por Lanusse, Gnavi y Rey, logró que Onganía presentara su renuncia, el general Lanusse llamó al ge¬neral Roberto Marcelo Levingston a Washington, donde se desempeñaba en la Comisión interamericana de Defensa, ofreciéndole un cargo que «estaba por encima de la Junta». Levingston pregun¬tó, antes de aceptar, por que no asumía Lanusse, que contaba con el poder y la fuerza. A lo que Lanusse contestó que había motivos, que en esos momentos no podía hacerlo. La Junta, dominada por el Jefe del Ejército, decidió que en lo sucesivo debería ser consultada por el Presidente en todas las cuestiones im¬portantes. En la portada de la revista Extra de marzo de 1971, se leería: «DÉSE POR TERMINADA LA REVOLUCIÓN ARGENTINA J. C. Onganía-Krieger Vasena. ESTA ES OTRA Levingston-Ferrer». E1 país se enfrentaría a una nueva frustración. Nunca se habían pro¬ducido revoluciones, sólo habían sido golpes de Estado, violentos o pacíficos, pero sólo golpes de Estado.

De Washington a Buenos Aires
Oficial de Caballería y azul, como su antecesor, pero con carrera en la rama de Inteligencia, el general Roberto Marcelo Levingston pasó del Consejo Interameri-cano de Defensa a la Casa Rosada de una manera, «por decir lo menos, inesperada y sorprendente «. Se re¬cuerda también que, entonces, los me¬dios ni siquiera tenían una fotografía su¬ya; tan desconocido era en su propia tie¬rra. Si en aquel momento permanecieron secretos para el público los motivos de su elección por parte de la junta de coman¬dantes, años después, el general Alejan¬dro A. Lanusse declaró en sus memorias que había sido necesario aventar toda sospecha de que se habla destituido a Juan Carlos Onganía para satisfacer sus propias aspiraciones políticas. Por otra parte, a la pregunta de por qué se desig¬nó a un oficial prestigioso pero sin liderazgo militar, que era una incógnita aun para sus propios camaradas, responde el investigador Guillermo O’DonnelI; «pre¬cisamente por eso». Y añade, que ante una junta encabezada por Lanusse y empeña¬da en una militarización del régimen, el presidente sería primordialmente un «mandatario» de ella y era el cuarto par¬tícipe en las decisiones importantes, pero el único carente de sustento militar di¬recto. Aun así, tenía, como presidente, » mayor peso propio», lo que parecía evitar otros escollos como amenazar el poder del jefe del Ejército sobre su propia tro¬pa, alentar los reparos de las otras dos ar¬mas sobre la preeminencia de la primera en el control del aparato del Estado y, por último, tanto para civiles como para militares, parecía ofrecer una mediación aceptable entre nacionalistas y liberales pues no aparecía claramente identificado con ninguno de los dos grupos. Muy pronto, sin embargo, los hechos se encar¬garían de revelar los colores de la reali¬dad, comenzando por la constitución de un gabinete al que algunos bautizaron, con cierta reminiscencia poética, como «el arco iris», y otros como «el Arca de Noe», nombre al que la resonancia bíbli¬ca no le ahorraba la inmisericordia -co¬mo subraya algún estudioso— de conside¬rar que allí había un animal de cada es¬pecie. Como se verá mas adelante, el pri¬mer gabinete y los cambios posteriores, hasta sumar un total de doce ministros en los nueve meses y cinco días que duró la gestión de Levingston, son reveladores de las complicaciones políticas de un go¬bierno militar que representó la agonía y la muerte de la Revolución Argentina. En segundo lugar, el general Levingston rápidamente dejó saber sus preferencias por una » profundización» de la revolución» cuyo correlato insoslayable era la poster¬gación -¿hasta cuándo?- de la restaura¬ción de la democracia política y, natural¬mente, de cualquier llamado a eleccio¬nes. Todo ello en una sociedad que, para mediados de 1970, se inclinaba mayoritariamente por volver a las elecciones, aunque pocos años antes, buena parte de ella y, por cierto, su dirigencia hubieran propiciado o, por lo menos, prestado apoyo a las soluciones militares.

El Presidente y la política
La gestión de Levingston se desarro¬lló en un escenario nacional atravesado por el creciente accionar de las organizaciones armadas y la combatividad de! sindicalismo «clasista». Por otro lado, influirían en el comportamiento del go¬bierno militar, y también de los círcu¬los políticos, situaciones como el triun¬fo de la Unidad Popular con Salvador Allende, en Chile. Otra revolución de cor¬te nacionalista, conducida por Juan Velasco Alvarado, en Perú, la llegada del general Juan José Torre a la presidencia de Bolivia bajo la declaración de que su país era parte del tercer mundo revolu¬cionario y el auge de la guerrilla urbana en Brasil y Uruguay, planteaban mu¬chos interrogantes sobre el futuro na¬cional y regional a los civiles y a los mi¬litares argentinos y dividían las opinio¬nes sobre el curso político a seguir en el país. Subraya Fíoria que una cuestión quedaba abierta por largo tiempo: «¿Qué régimen político querian? ¿En nombre de qué teoría política y desde cuáles valores políticos actuaban! (…) ¿En nombre de qué y para qué el poder'». Los discursos de Levingston, pronunciados ante los mas diversos auditorios y en las más variadas circunstancias, que lo mostraban con un aparente interés por llegar a todos los sectores de la sociedad, destacaron, cada vez con más ni¬tidez, que su concepto de regreso al ejercicio de la política por la ciudadanía en orden a convivir «en el marco de una democracia estable y eficiente», se com¬padecía únicamente con el hecho de que «la disolución de los partidos concre¬tada por la Revolución Argentina es para el gobierno una decisión irreversible». Que, por otra parte, había que neutrali¬zar la atomización política representada por los viejos partidos, encauzando la opinión en nuevas y grandes corrientes partidarias. Si sostenía esto el 29 de septiembre de 1970 y, el 7 julio, ante las FF. AA. había sostenido que el plan político era una de las preocupaciones primordiales del gobierno pero que el proceso no seria corto, hacia fi¬nes de noviembre, en otro discurso, mencionaba un plazo no menor de cua¬tro a cinco años antes de retornar a la organización institucional democrática. Todo esto sin contar, como ya se verá,
el entramado de la política con la eco¬nomía y la cuestión social y el compor¬tamiento de dirigentes y militantes par¬tidarios, listos para regresar a la arena política ante la apertura de la menor rendija y la incidencia de la distante pe¬ro no por ello ausente figura de Perón.

Políticos en marcha
Quince días después del mencionado discurso presidencial de septiembre, el subsecretario de Interior para Asuntos Políticos, Enrique Gilardi Novaro, ex¬presó -y contribuyó a la crisis del gabi¬nete que se llevó a los ministros del Interior y de Economía—, que se apuntaba a la fundación por el gobierno de un parti¬do o «movimiento» destinado a «perpe¬tuar el ideario de Ia revolución», un curso de acción que, escasamente, logró convo¬car a figuras como los ex gobernadores Celestino Geisi y Carlos Sylvestre Begnis. Por otra parte, el país había sufrido, en julio, las asaltos armados a La Calera (Córdoba) y Garín (Buenos Aires); a fi¬nes de agosto la guerrilla se había cobra¬do la vida del sindicalista José Alonso y a comienzos de septiembre habían caído, por obra de la policía, Fernando Abal Medina y Carlos G. Ramus, integrantes de Montoneros. Todo esto, mas la situa¬ción del gabinete —que librado de dos ministros del arco liberal expresaba el’ sesgo mas nacionalista que iba tomando el rumbo del presidente y desnudaba sus conflictos con el general Lanusse— así co¬mo la preferencia de Levingston por sus¬tituir a los viejos políticos partidarios, con hombres mas jóvenes —la «generación intermedia»- para renovar la política con el particular sentido que él le atribuía, terminó de lanzar a la acción a la dirigen¬cia política. Debates y conversaciones pusieron, en escena a diversas figuras po¬líticas: a Alvaro Alsogaray que procuraba ampliar, con ayuda televisiva, los alcan¬ces de sus ideas sobre la economía social de mercado, a Héctor Sandler, secretario general de UDELPA, que convocaba a la institucionalización del país por vía de un movimiento nacional, el retorno de las elecciones y la implantación de un modelo de economía social. Hubo, tam¬bién, apoyos para la gestión militar: Os¬car Alende reivindicaba cierto sesgo an¬tiimperialista del gobierno, valoraba la fi¬gura del nuevo ministro de Economía Aldo Ferrer y propiciaba un acuerdo entre militares y civiles; Horacio Sueldo, al frente de la corriente interna Democracia Cristiana Argentina, proponía un gobier¬no de coalición con los militares y el Movimiento Demócrata Cristiano, con Salvador Busacca y Jorge Guaico, entre otros dirigentes, estaban a la expectativa.
El modelo de la revolución peruana, por su parte, albergaría una serie de propues¬tas de corte «nacional» del más variado origen y se hicieron oír, como consigna¬ba en sus crónicas de octubre y noviem¬bre de 1970 la revista Análisis, las voces del general nacionalista Eduardo Labanca, del teniente 1° (R) Julián Licastro (peronismo) o del estanciero Tomas M. de Anchorena, ante audiencias que inclu¬yeron, entre otros, a Héctor Sandler, a Benito Llumbí (peronismo), a Leopoldo Bravo (bloquismo), o a José María Rosa (nacionalismo) y Juan José Hernández
Arregui (izquierda nacional), o a Oscar Alende (intransigencia), Raúl Matera (peronismo) y Rodolfo Ortega Peña (pe¬ronismo revolucionario). Entre tanto, peronistas y radicales hacían conocer su opinión a través del delegado de Perón, Jorge Daniel Paladino, y de Ricardo Balbín. Si el primero rechazaba la posición del gobierno porque no entendía que la solución estaba en la política, el segundo rechazaba la acusación de que los impul¬saban meras ambiciones electoralistas, se¬ñalaba que se oponían al simple «pactismo» pero, en cambio, acordaban con la vía de «un encuentro de los distintos parti¬dos políticos para echar las bases de la con¬ciliación nacional».-
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La hora del encuentro.-
A diez días uno de otro, en noviembre de 1970, se sellaron dos acuerdos parti¬darios en el que intervinieron distintas corrientes políticas. El 11 quedó formali¬zada, en Buenos Aires, La hora del Pueblo). El 21, en Rosario, el En¬cuentro Nacional de los Argentinos (ENA), constituido por el Partido Comunista
(Héctor Agosti, era uno de sus personeros), desprendimientos del socialismo (estaba, por ejemplo, Juan Carlos Coral), grupos que habían estado relacionados con la CGT de los Argentinos, integran¬tes de sectores peronistas (Raúl Bustos Fierro y Jesús Porto, entre otros) y radi¬cales (Roberto Cabiche, Conrado Storani y Aldo Tessio) y donde aparecieron nombres como el de Risieri Frondizi (ex rector de la Universidad de Buenos Ai¬res), el de Ricardo Molinas, demócrata-progresista, o el del sacerdote santafesino Juan Amiratti. Sus organizadores insistí¬an en que más que adhesiones partidarias habían recabado compromisos persona¬les. La Hora del Pueblo abogaba por una pronta restauración de la democracia, reivindicaba el papel de los partidos polí¬ticos, señalaba el compromiso de todos ellos de asumir responsabilidades y respe¬tar mutuamente su participación, recla¬maban un proceso electoral sin marginaciones y defendían una mejor distribu¬ción del ingreso y cuidado de las fuentes nacionales de la economía. El ENA, a su vez, proponía la estatización de la banca y los seguros, la defensa de las empresas de capital nacional y la nacionalización de sectores económicos básicos como combustible, energía y transporte, más allá de demandar el retorno a las vías constitucionales. Algo había cambiado en la situación. No hubiera sido posible un acuerdo como La Hora del Pueblo sin la iniciativa y la capacidad negociadora de un dirigente como el radical Arturo Mor Roig, autor de la iniciativa o del de¬legado de Perón, Paladino, aunque el rumbo posterior del acuerdo le costaría a este último su reemplazo por Héctor J. Campera, por no responder ya a la orto¬doxia del justicialismo, tal como la en¬tendía su líder máximo. Tampoco hubie¬ra funcionado sin la apertura de canales de comunicación entre la dirigencia polí¬tica y sectores militares, especialmente el que encabezaba el general Lanusse. Sobre todo con la aparición de La Hora del Pueblo, los políticos volvieron a ser acto¬res principales en esa coyuntura del país y retomaron su función natural de me¬diadores entre la sociedad civil y el Esta¬do. Junto con ellos, se abrieron camino como otros actores que reclamaban lugar en el escenario político para gestionar otras demandas de la sociedad civil: aso¬ciaciones barriales y de profesionales, or¬ganizaciones eclesiales, movimientos re¬gionales y también la guerrilla. La fuerza de la sociedad civil se sumaba al resto de los indicadores que señalaban, sin ningu¬na duda, que el modelo de Estado buro¬crático autoritario de la Revolución Ar¬gentina había llegado a su fin.-
Un giro desesperado: la «argentinización» de la economía.-
Con sólo observar la constitución del primer gabinete de Levingston, se podía tener una idea aproximada del grado de confusión reinante en las altas esferas del gobierno luego del apresurado reemplazo de Onganía: liberales y nacionalistas «hermanados» en torno de un proyecto inexistente que comenzaría a definirse tras los primeros meses de gestión. En materia económica, Carlos Moyano Llerena ¡meneó tímidamente remedar la es¬trategia «estabilizadora» de Krieger Vasena -en la cual había cumplido un rol destacado-, acaso olvidando que la si¬tuación social había cambiado de mane¬ra irreversible. Su renuncia a mediados de octubre de 1970, acompañada por la de otras figuras que completaban el elen¬co liberal sobreviviente, le permitió al Presidente operar un «giro nacionalista» con el que pretendió, sin éxito, consoli¬dar la ilusión de constituir un frente po¬lítico propio. El nuevo ministro de eco¬nomía que desempeñaría un papel protagónico durante esta etapa era Aldo Ferrer, «técnico desarrollista» que va había puesto de manifiesto sus pretensiones re¬formistas a comienzos de la década de 1960 como ministro de Alende en la provincia de Buenos Aires. El proyecto apuntaba, en teoría, a la «nacionaliza¬ción de la economía» auspiciando y pro¬tegiendo a la industria de capital nacio¬nal («Compre Argentino») y revitalizando la imagen del «Estado empresario». La opción apuntaba a privilegiar el creci¬miento por sobre la «estabilidad» y en ese marco se inscribía la «flexibilización» en materia salarial con una promesa de paritarias que, acompañada por contro¬les de precios, buscaba además contener la agitación sindical. De todos modos, los resultados políticos que arrojó este cambio de rumbo fueron modestos. Los sectores empresariales que a primera vis¬ta podían beneficiarse con el paquete de medidas eran demasiado sensibles a las «presiones» de las corporaciones extran¬jeras y de los intereses locales ligados a ellas que comenzaron a agitar el fantas¬ma del «estatismo»; por otra parte la CGT, preocupada por mantenerse en carrera y recuperar terreno político, tam¬poco se mostraba dispuesta a asumir compromisos duraderos con un gobier¬no que tambaleaba. En los primeros me¬ses de 1971 se registraron aumentos de precios que consumieron de antemano los magros aumentos salariales anuncia¬dos y el recalentamiento de la cuestión social terminó por alejar definitivamente a todos los que en algún momento se había pretendido seducir: ni el «empresariado nacional» ni los líderes cegetistas lamentarían la caída de Levingston.-

«Burócratas» y «clasistas».-
La caída de Ongania contribuyó a ace¬lerar los tramites que finalmente conduci¬rían a la reunificación de la central sindi¬cal. El propio Perón había alertado en numerosas oportunidades sobre la necesi¬dad de restaurar las «62» para asegurar «la fidelidad al movimiento» y terminar lue¬go con las divisiones internas que distraían energías. Este objetivo sería alcan¬zado, al menos parcialmente, a comienzos de julio de 1970 cuando la conducción de la CGT quedaría en manos del meta¬lúrgico José Ignacio Rucci; heredero de la tradición vandorista aunque sin las velei¬dades de autonomía que supo tener «el Lobo», muy pronto se encargaría de cum¬plir, al pie de la letra, las órdenes que lle¬gaban desde Madrid. El frágil gobierno de Levingston -especialmente a partir del desembarco de Ferrer— ofrecía inmejora¬bles condiciones para sentarse a la mesa de negociaciones donde la «burocracia sindical» podía desplegar sus mejores do¬tes políticas. Pero la dictadura estaba lejos de poder controlar al movimiento obrero negociando con la cúpula oficial de la CGT. El Cordobazo había potenciado el surgimiento de expresiones sindicales mucho más radicalizadas e intransigentes que desafiaban, a un mismo tiempo, tan¬to al régimen militar como al aparato na¬cional que pretendía representarlos. En las empresas Fíat Concord y Fiat Materfer de Córdoba tuvieron su origen estos sindicatos «de liberación» que, mucho menos in¬fluenciados por la tradición del peronis¬mo, cuestionaban la esencia misma del capitalismo. Entre 1970 y 1971, el sindi¬calismo «clasista» viviría sus horas de glo¬ria, recobrando para el movimiento obre¬ro argentino una tradición combativa que incluía una real participación de los obre¬ros y desbordaba la estructura montada en torno de dirigentes y «aparatos» para pasar a la acción directa. La movilización de las bases era genuina y no podía ser atribuida —como pretendían sus nume¬rosos y variados enemigos- al accionar de los agitadores; pero la debilidad funda¬mental de esta experiencia radicó en el proyecto político asociado al clasismo, es decir las exigencias de carácter más am¬plio, formuladas por los militantes, acerca del propósito último que perseguía el movi¬miento antiburocrático, propósito que sus bases no compartieron necesariamente en toda su extensión. La experiencia «clasis¬ta», verdadera pesadilla para el gobierno de Levingston y estrechamente ligada a su caída, sería desarticulada pocos meses después en virtud de la oleada represiva orquestada por Lanusse y tolerada por la cuestionada «burocracia».-

Córdoba: el último paso en falso.-
A menudo, para explicar el rápido de¬terioro de la gestión de Levingston -que a la postre significaría el comienzo del fin de la Revolución Argentina—, se suele mencionar como un detalle de relativa importancia «su escasa capacidad políti¬ca». Aun cuando los factores que expli¬can su caída responden, como ya se ha señalado, a causas mucho más profun¬das, resulta innegable que algunas de sus decisiones contribuyeron a empeorar su ya precaria situación. No era un secreto que Córdoba, «capital nacional del sindi¬calismo clasista «, constituía uno de los es¬collos más grandes que encontraba la dictadura en su pretensión de perpetuarse en el poder; lo había demostrado en las jornadas de mayo de 1969 y, desde entonces, nunca había dejado de ser una amenaza latente para el régimen. Cuan¬do en febrero de 1971, tras una larga su¬cesión de conflictos con los sindicatos clasistas se produjo la renuncia del go¬bernador Bernardo Bas, el Presidente de¬cidió apostar a «un amigo personal». El sujeto en cuestión era José Camilo Uriburu, un empresario (alguna vez, hacía muchos, muchos años, había sido sena¬dor provincial por el Partido Conserva¬dor) oriundo de la provincia mediterrá¬nea (aunque hacía un par de décadas que residía en Buenos Aires), que apenas en¬terado de su designación manifestó que era consciente de que se hacía cargo de «un polvorín», y que la mejor manera de manejarlo no era «arrimarle un fósforo, sino quitarle la mecha y ver cómo se ha ar¬mado, para que no le estalle a uno». Pese a sus esfuerzos por mostrar que se hallaba a la altura de las circunstancias, el pasado de Uriburu no era la mejor carta de pre¬sentación; casi de inmediato, la CGT cordobesa sacó a relucir que este prolífico padre de familia (catorce hijos) que ostentaba el dudoso privilegio de ser el octavo mandatario provincial en menos de cinco años, en su juventud (allá por los años ’30) había integrado las filas de la ultraderechista Legión Cívica. A co¬mienzos de marzo, cuando aún no había transcurrido una semana de su nombra¬miento, e! «delegado presidencial» -como le gustaba llamarse a sí mismo- tomó la palabra en la Fiesta Nacional del Trigo en la ciudad de Leones. En presencia de «su amigo personal» -el presidente de la Nación-, pronunció un discurso de tono inquisitorial que puso de relieve hasta qué punto continuaba aún estrechamen¬te ligado a la derecha más reaccionaria. La situa¬ción reinante en la provincia de Córdoba no admitía tales desatinos. Ya en los días precedentes al episodio de Leones, un plenario regional de gremios había dis¬puesto un paro activo y las medidas de fuerza se repitieron en medio de una vio¬lencia creciente avivada por la represión policial que a mediados de marzo dejaría como saldo una nueva víctima en Ferreyra (el joven obrero Adolfo Cepeda). A partir del 15 de marzo, el paro deriva¬ría en una nueva insurrección popular, «el Viborazo», que recordaría —aunque esta vez tuviera un tono menos «esponta¬neo»- los episodios vividos durante el Cordobazo. Tras la renuncia de Uriburu y sanción de la pena de muerte, «Córdo¬ba quedó sumergida en un clima de gue¬rra: patrullas en las calles, comunicados militares, marchas bélicas, requisas, detenciones por centenares, allanamientos repeti¬dos en los domicilios de los dirigentes y ac¬tivistas sindicales. Pero Levingston no tendría tiempo para dis¬frutar de su victoria. Seguramente, el nombramiento de Uriburu no fue el pe¬or de sus errores, pero desató la tormen¬ta que agotó el escaso crédito político que aún le quedaba. El 22 de marzo, en un último arrebato y sabiéndose cercado, intentó llevar adelante una osada «pur¬ga» que incluía, muy especialmente, al comandante en Jefe del Ejército, el Te¬niente General Lanusse: «se jugó el res¬to», lo perdió, y ese mismo día debió abandonar la Casa Rosada.

Lanusse: «La Revolución Argentina ha terminado”.-
Hacia .1971, luego del Cordobazo, el Viborazo, si se hubiera efectuado un relevamiento de la opinión pública -que supuestamente en 1966 había apoyado a la Revolución Argentina- se hubieran obtenido cifras verdaderamente preocupantes para las FFAA. Esos grupos marginales aun sin ser aceptadas ni sus propuestas políticas ni sus métodos aparecían obteniendo más apoyo que el Ejército; y en algunos sectores intelectuales, estudiantes, clase media profesional, la desviación de la encuesta a favor de ellos era ya verdaderamente llamativa. La causa podía hallarse en la usurpación del ejercicio de la política por las FF.AA. y la manipulación de la política desde Puerta de Hierro, cada vez más aglutinante. El viejo líder, pese a haber estado del lado de la Revolución Argentina en 1966, se había ido constituyendo poco a poco en el centro de las expectativas políticas de todos los grupos de la resistencia -derechas e izquierdas-o de los grupos guerrilleros y aun de los más moderados progresistas, como ya se ha visto. Fueron años de un mosaico de posiciones, que dieron cuenta de la intensidad de las discusiones políticas, de la intención de cambiar un mundo injusto, de la lucha encarnizada por el poder. El 26 de marzo de 1971 asumía la presidencia de la Nación el teniente general Alejandro Agustín Lanusse en nombre de la Junta de Comandantes en Jefe de Ias FF. AA , de la que era titular desde ese mismo mes, y sin dejar de desempeñar la máxima conducción del arma. Por los «rosarios» que recibió, algo más de dos años después en el acto de entrega del poder a Héctor J. Cámpora, quedó en, evidencia que el ejercicio del poder había sido muy desgastante también para él. Pero Lanusse lograría lo que muy pocos hubieran podido Ílevar a cabo: la devolución del poder tal como iba a concretarla; con una salida honorable para las FF.AA. Lo que quedaría sin resolver la guerrilla y los enfrentamientos internos en el peronismo por ejemplo ni él, ni Perón, ni otros podrían resolverlo; a su turno, en los años siguientes.

El Gran Acuerdo Nacional.-
Por primera vez desde el golpe de 1966, un Oficial Superior ejercía la unidad de mando político y militar. Su perfil podría ser definido como el de un partidario activo del sector colorado, caudillo del arma de caballería del Ejército, e identificado con una postura política antiperonista. Desde el ,Cordobazo, él había insistido en que un retorno a la democracia era la única vía para el país. Lanusse creía que el problema fundamental era político; ni económico ni social. Por lo tanto, intentó dar pasos definidos hacia la institucionalización del régimen democrático y n ese fin designó como ministro de Interior a Arturo Mor Róig, civil de reconocida capacidad política y activista del Partido Radical, que debía idear e implementar un plan político que proveyera una salida a una democracia revitalizada. Para ello se promovió la finalización del litigio entre aquellos que se consideraban legítimos depositarios de la sigla UCR: el Radicalismo del Pueblo volvió a ser la UCR, al tiempo que lo que había sido la UCRI se estructuró en torno del Movimiento de Integración y Desarrollo (MID) y del Partido Intransigente (PI), liderados por Arturo Frondizi y por Oscar Alende, respectivamente. El Presidente anunció que los partidos políticos podían reanudar las actividades partidarias, se les devolvieron los bienes inmuebles y se invitó a todos los sectores de la sociedad a dialogar con las autoridades. Una directiva presidencial anunció que el proceso tendría un plazo máximo de tres años durante el cual la Comisión Coordinadora estudiaría y recomendaría los modos posibles de modernizar las estructuras políticas para la Nación, para asegurar el establecimiento de una democracia moderna, efectiva y estable.
Como sus iniciativas fueron bien recibidos por todos también propuso a los partidos políticos un Gran Acuerdo Nacional.(GAN),que impondría las reglas del juego y crearía un clima de tolerancia en el proceso de restaurar el orden constitucional. El objetivo del GAN era alcanzar un consenso entre las diferentes fuerzas, sociopolíticas, sobre principios básicos de un juego democrático tal como el pluralismo político y la representación de las minorías. También se intentaba que fuera un compromiso de repudio a las actividades terroristas como instrumento político. En sus esfuerzos por reunir apoyo para su plan centrado en torno del GAN, Lanusse recorría el país y se reunía con las diferentes fuerzas políticas; en contraste con sus predecesores militares, estaba muy dispuesto a negociar con sus opositores políticos. El activismo de Lanusse incluyó varias reuniones y sesiones de negociaciones con los peronistas, los líderes sindicales, los empresarios y sus camaradas de las FF. ,AA., e inclusive negoció con Perón por intermedio de un representante personal. En sus discursos, o viajes y encuentros, trató de inspirar confianza en el gobierno militar.
Constantemente aseguraba a su audiencia que las FF. AA. estaban decididas a ocuparse de que el proceso de institucionalización fuera un juego limpio y justo.

Diferente pero no tanto.-
La apertura que representaba el GAN no implicaba la renuncia de la dictadura militar a aplastar al sindicalismo combativo y al movimiento revolucionario y popular. Nada indica que Lanusse haya sido menos autoritario que el propio Onganía. Las promesas de salida electoral y el pragmatismo económico determinaron un reflujo en la situación social respecto de los niveles de confrontación o que habían alcanzado su pico en las movilizaciones insurreccionales de Córdoba, Tucumán, Rosario y Cuyo. De allí que tanto la dirigencia política tradicional como la burocracia sindical comenzaran a operar en favor de una concertación con los militares. A mediados de 1971, algunos dirigentes, entre ellos el secretario general de la CGT normalizada, José Ignacio Rucci, se sentían protagonistas del proceso abierto por el «lanussismo» y colaboraban con entusiasmo en el aislamiento de los sectores combativos. Lanusse siempre tuvo a mano políticos encumbrados que convalidaron su presunta fe democrática y enmascaró las medidas más violentas y represivas de su gobierno con una habilidad que lo ponía a cubierta. Así, la masacre de Trelew fue atribuida a una decisión de la Armada; las desapariciones, al entonces ministro de Defensa, Rafael Cáceres Monié, y cuando la movilización popular forzó la legalización de la detención de Eduardo Jozami, por entonces dirigente del sindicato de los periodistas porteños, el propio general hizo público su beneplácito. Este comportamiento se extendió a la cuestión económica; Lanusse subordinó las medidas a los requerimientos políticos.
Abolió los topes de las negociaciones paritarias, impuso la veda de carne y el control de precios, dividió el mercado de cambios y amenazó con expropiar el «ganado en pie» para enfrentar la «liquidación de vientres» encarada por los productores ganaderos. El gobierno negoció con José Ber Gelbard la concesión de la fábrica de aluminio Aluar en detrimento de los consorcios internacionales y la Confederación General Económica (CGE), que representaba mayoritariamente a la pequeña y mediana empresa, industrial, comercial y agraria, adquirió mayor protagonismo en las decisiones, mientras la Unión Industrial Argentina (UIA) era desplazada progresivamente. Además de no contar con una oposición formal, el proceso de apertura que impulsaba Lanusse tenía la apoyatura determinante del general Alcides López Aufranc, «el Zorro de magdalena; comandante del Tercer Cuerpo de Ejército». Se lo definía como el prototipo del militar moderno y era un «profesionalista duro», que respaldaba con decisión la salida electoral y la no proscripción del peronismo. Por otra parte, al amparo de los nuevos tiempos políticos comenzaban a aparecer nuevos Partidos de carácter provincial o local.

Intentona frustrada
La revivida Primera Plana, en su editorial del 5 de octubre de 1971 comentaba: «En esta hora Lanusse encuentra imprevisto apoyo que se sumará a los dirigentes radicales y al peronismo paladiniano. Eufórico por los desafíos a EE.UU y al FMI, por los coloquios con Salvador Allende, el abandono de las «fronteras ideológicas» y el
reconocimiento de China Roja, «(…) también el partido comunista empieza a mirarlo “con ojos de amor». Las mismas cosas que habían impactado al editorialista impresionan a varios coroneles en actividad y a otros oficiales retirados, que produjeron el levantamiento de Azul y Olavarría del 8 de octubre de 1971. Por LV 10 (Azul) y LV 32 (Olavarría), se informó de los cuerpos involucrados: Tiradores de Caballería Blindada 10 «Húsares de Pueyrredón» (Azul) y Tiradores de Caballería Blindada 2 «Lanceros de General •Paz» (Olavarría) cuyos jefes eran, respectivamente, los tenientes coroneles Fernando Amadeo Baldrich y Florentino Díaz Loza. En sus proclamas se mostraban contrarios al sesgo que seguía la revolución -el retorno al «juego democrático»-; abogaban por un régimen totalitario y «derechista», capaz de encabezar la «revolución nacional», susceptible de llevar el país a su destino de grandeza. En la revista Estrategia (diciembre/71-enero/72), Díaz Loza ampliaba su visión: «(…) el liberalismo es pues primariamente anticristiano. De sus errores y equivocado humanitarismo, nace el marxismo. El liberalismo corrompe el espíritu y la moral del hombre (…). Para recrear la nación sobre bases auténticas, fidedignas, genuinas y reales, [hay que] desprenderse drásticamente de los dictados liberales e internacionales de la sinarquia económica e ideológica [liberal]»’. A comienzos de enero de 1972, un editorial de Primera Plana expresaba: A juicio de sus protagonistas, el grupo sedicioso inauguraba una nueva estrategia castrense, exenta de paternalismo. Prometían confluir con los civiles en «la creación de una nueva estructura de poder, donde la presencia del pueblo otorgue consistencia y continuidad a la empresa revolucionaria, tornándola irreversible». Fieles a un aggiornamiento semántico, la definían como «socialización del poder, que permita el contralor del Gobierno por las mayorías, donde el quehacer revolucionario termine con las ideas de privilegio minoritario en lo económico, en lo social y en lo político».
Admitían identificarse con la apertura social de la Iglesia y en su doctrina reconocían «la primacía del valor del trabajo en la empresa económica, que también debe ser democratizada. La «riqueza» de opiniones parecía dejar entrever detrás de los sublevados -en el juicio negaron responsabilidades hacia abajo y hacia arriba- a veces a Onganía, otras a Levingston, quizás también a Frondizi. El general Lanusse, además de fulminar ante la Nación a los insurrectos, dispuso que se sofocara la revuelta sin dejar lugar a dudas. La operación a cargo del general Leandro Enrique Anaya determinó la pronta rendición de los rebeldes, conscientes de la inferioridad de sus medios y dejó un saldo de 40 detenidos. Según los especialistas de la época, una docena de oficiales prestigiosos -para muchos superiores «de lo mejor del ejército»- truncó allí su carrera: A este costo en recursos humanos, debió sumarse el valor de insumos por el desplazamiento de vehículos, aviones y tropas. Mucho gasto para tan magro resultado.

Repercusión
“Desde hace semanas ya no era necesario el don de la profecía para anunciarlo. Fue un secreto a voces. El golpe organizado por coroneles a quienes sólo le faltaba el jefe, estaba en marcha. Tampoco resultó difícil conocer su origen: eran nacionalistas. El resentimiento que despertaba en ellos Alejandro Agustín Lanusse se había exacerbado desde el derrocamiento de Ongania. Sin querer, los sublevados le harían un menudo favor al Comandante-Presidente. Consigue en pocas horas, lo que difícilmente hubiera obtenido de otro modo: la adhesión de empresarios, políticos, estudiantes, gremios. Y cuando la historia de los coroneles rebeldes marcó definitivamente el signo nacionalista y católico del movimiento creció la inspiración M los epígonos de la Hora del Pueblo. Rawson Paz, Thedy, Balbín, sintieron reverdecer él romanticismo democrático que les faltaba para defender, con la necesaria vehemencia, el régimen militar.
Una vez mas los nacionalistas perdieron la revolución. Esta vez el fracaso fue doble: Lanusse y Paladino terminaron por ser los favorecidos por el intento.” El director de Primera Plana se dirigía así a los lectores cuatro días después del golpe. Según el registro de los medios gráficos de la época, la respuesta contraria al movimiento sedicioso por parte de todos los sectores fue unánime. Un editorial de La Nación (10 de octubre), por ejemplo, señalaba: «Por primera vez desde septiembre del 55 el fascismo criollo ha quedado aislado, se trata de un grupo que ‘se ha distinguido por las intrigas y la guerra de zapa, que ha afectado el prestigio de hombres públicos o de valores de la sociedad como la democracia, la libertad, y el sufragio. La repulsa de los partidos políticos, de las fuerzas empresarias y gremiales le da la espalda definitivamente al mito del poder de la elite, y refuerza la autoridad deI gobierno en cuanto a su búsqueda de una salida democrática». Los medios cuestionaban ‘el intento fascista y trascribían los comunicados de cámaras y partidos políticos y señalaban, en -algunos’ casos -Fuerzas Conservadoras Unificadas de la Provincia de Buenos Aires- que la repulsa se realizaba «sin perjuicio de mantener las profundas discrepancias que la gestión oficial nos inspira». En su momento se estimó que la CGT había reaccionado demasiado tarde, como si estuviera esperando un resultado.

Lanusse y Perón: de la proscripción a la negociación.-
Lonardi, Aramburu y Rojas hubieran sonreído- con ironía si el 23 de septiembre de 1955 alguien hubiera aventurado, que diecisiete años después el Ejército tendría que llamar al general Perón para tratar de evitar la explosión final del país.
Pero Perón aparecía, hacia finales de la Revolución Argentina, como el referente inevitable, no sólo para el pueblo y el Ejército Argentino, sino inclusive para sectores de poder internacional que veían cada día más complicada la realización de negocios en un país donde abundaban los secuestros, los «caños'» y la violencia en general. Desde el momento en que el gobierno reconoció la necesidad de poner un plazo cierto a la permanencia de .las FF. AA. en el poder, se vio en la necesidad de negociar su traspaso para lo que necesitaba algún tipo de acuerdo con las distintas fuerzas políticas. Para establecer algunas reglas de juego antes de las elecciones, y con vistas al futuro, era, inevitable que Perón resultara el político que estaba en mejores condiciones de negociar.
Hasta entonces, el ex presidente había abierto múltiples canales de comunicación; pero sin definirse en el plano electoral. Pero su vigencia tenía otros alcances: abarcaba sectores estudiantiles e intelectuales donde se había convertido en símbolo de liberación nacional, de revolución y, de cambio. Perón en el exilio había radicalizado su lenguaje y había dado un tácito apoyo a sectores extremos del justicialismo., De allí su negativa a condenar expresamente algunos de los actos de los guerrilleros, como el asesinato del empresario italiano Oberdán SaIlustro, en marzo de 1972. Pero estos silencios y aquel lenguaje parecían insuficientes para conferir a Perón la significación que pretendían darle los sectores juveniles -generalmente de clase media- que formaban las alas más bulliciosas del justicialismo; o los núcleos estudiantiles o intelectuales que, sin ser peronistas, afirmaban que no había solución popular fuera del peronismo. Como fuere, el fenómeno existía y Perón era, en ese momento, un elemento movilizador del proceso de cambio, que algunos querían promover a través de la violencia, otros por medio de la concientización de las masas y la mayoría del pueblo argentino deseaba que se realizara pacíficamente, de acuerdo con sus legítimas exigencias, para enfrentar el desafío del mundo contemporáneo,

Perón, no… Lanusse, tampoco
Perón era consciente de que las FF.AA. estaban acorraladas y que existían posibilidades concretas de retornar al poder; un mínimo de coherencia hacía pensar que Lanusse iba a intentar sacarlo de la lucha política, por lo que no había que cometer errores. Finalmente comenzó a mostrar su estrategia: había un solo camino -el retorno- y era necesario presionar hasta las últimas consecuencias a Lanusse para que entregara el poder, sin limitaciones. Una de las primeras medidas fue reemplazar a Jorge Paladino por Héctor J. Cámpora como delegado personal, pateando un tablero que Lanusse estaba acomodando amablemente con el primero. Luego nombró como delegados juveniles a Julián Licastro y a Rodolfo Galimberri, un militante juvenil, que aunque no era montonero tenía contacto con el grupo y a quien pidió que unificara la Juventud Peronista (JP). A mediados de junio de 1972, se realizó la unificación entre Guardia de Hierro, el FEN, el CdeO de Brito Lima y los grupos que respondían a Galimberti, Montoneros y Descamisados. En el encuentro realizado en la Federación de Box se escucharon dos consignas: «Perón, Evita, la patria peronista» y «Perón, Evita, la patria socialista. Finalmente se crearon las JP Regionales en todo el país, aunque fueron rápidamente copadas por las organizaciones armadas peronistas, que en poco tiempo transformaron esta estructura en su organización de superficie. Perón, que estaba al tanto del crecimiento de las formaciones especiales, las dejaba actuar, convencido de que abandonarían la lucha armada cuando cayera la dictadura. En junio de 1971, Panorama registraba el parecer de Perón: «La vía de la lucha armada es imprescindible. Cada vez que los muchachos dan un golpe, patean para nuestro lado la mesa de las negociaciones y fortalecen la posición de los que buscan una salida electoral limpia y clara. Así acrecentaría el desconcierto de Lanusse y de todo el sector militar. Trece meses después, Perón declaraba a una revista que el gobierno había tenido una serie de reuniones con él, entre junio de 1971 y abril de 1972, para sobornado y que no aceptara ser candidato en las próximas elecciones. Como prueba mostraba grabaciones de sus conversaciones con el coronel Cornicelli y un memorando firmado por Elías Sapag, por el cual se le ofrecían cuatro millones de dólares a cambio de que no lanzara su candidatura para las futuras elecciones. Era una jugada de jaque mate que hizo palidecer al general Lanusse y a las FF.AA Luego… ni Perón ni Lanusse serían candidatos. El 7 de julio, en la cena de camaradería de las FF.AA el general Lanusse anunciaba algunas condiciones para ser candidato: se debería renunciar a cualquier cargo en ese gobierno con lo cual se autoexcluía y se tenía que fijar residencia en el país antes del 25 de agosto de 1972; -lo que apuntaba a Perón, que vivía en España. Como si esto fuera poco se hicieron reformas extraconstitucionales estableciendo que si ninguna fórmula alcanzaba el 50% de los votos válidos, se llamaría a una segunda vuelta con la vana ilusión de agrupar a los antiperonistas en un solo bloque para tal ocasión. Perón no aceptó las reglas impuestas por el gobierno militar y denunció la cláusula de residencia como una nueva maniobra proscriptiva hacia el peronismo; tuvo la gracia de contestar: «Lanusse parece que se auto-proscribió al invitarme que hiciera lo mismo, pero su situación no, es la misma que la mía. La misma posibilidad que tengo yo de ser rey de Inglaterra es la que tiene él de ser presidente constitucional de la República Argentina «. El’ 27 de julio, en el Colegio Militar, Lanusse volvió a atacar a Perón: »Pero aquí no me corran mas a mí, ni voy a admitir que corran mas a ningún argentino, diciendo que Perón no viene porque no puede. Permitiré que digan: porque no quiere. Pero, en mi fuero íntimo diré: por que no le da el cuero para venir». Perón había ido creando las condiciones para que, antes de terminar el año 1972, pudiera volver de su ostracismo y reordenar a su gusto el tablero eleccionario nacional.

Sin «fronteras ideológicas».-
Entre tantos hechos que erizaron de dificultades del proceso de reconstrucción institucional, hubo algunos de resonancia positiva, como la ya mencionada devolución del cadáver de Eva Perón a su marido, que daba satisfacción a uno de los más constantes y legítimos reclamos del pueblo peronista. Tanto la devolución del cadáver de su esposa como la extinción de los procesos contra Perón eran rectificaciones, pero a no engañarse, no significaban la extinción total del espíritu «gorila» en las FF.AA. ni en algunos sectores de la opinión pública, cuantitativamente pequeños, pero influyentes todavía, agrupados alrededor del almirante Rojas. No obstante, la circunstancia de que hubiera sido Lanusse,. un hombre de la Revolución Libertadora; el que promoviera esas rectificaciones fue un factor que contribuyó a no exacerbar los ánimos del extremismo antiperonista. También, la política internacional llevada a cabo por Lanusse, supuso un aparente cambio en la doctrina de las «fronteras ideológicas implementada por Onganía y sostenida por los nacionalistas «ortodoxos» que percibían un mundo signado por la persistencia del conflicto ideológico. La apertura de Lanusse pasó por encima de las diferencias de filosofía o de organización político-social para atender, primordialmente, a los intereses del País en relación con el resto del concierto mundial. . Con este criterio, entrevistó presidentes sudamericanos, adquiriendo especial significación en esta ronda las conversaciones mantenidas con el chileno Salvador Allende, líder de un régimen socialista, con el brasileño Emilio Garrastazú Médici, representante de un sistema autoritario, y con el peruano Juan Velasco Alvarado, que dirigía un proceso populista. La admisión del pluralismo ideológico en el continente y el respeto por las distintas vías que cada país escogía para su realización nacional fueron pasos positivos que permitieron recuperar parte del decaído prestigio argentino en el hemisferio. Del mismo modo, el establecimiento de relaciones diplomáticas con la República Popular China abrió perspectivas inéditas al comercio nacional y amplió el ámbito de las relaciones internacionales.

EL camino del retorno.-
El retorno de Perón fue una lucha que se libró en dos escenarios, España y la Argentina, entre dos contendientes, que a pesar de sus notables diferencias, se reconocían como estrategas que desplegaban con inteligencia toda su batería de recursos. El general Alejandro Agustín Lanusse, presidente desde marzo de 1971, como se ha visto, hizo una apreciación correcta al caracterizar la etapa abierta como una verdadera crisis de legitimidad política, donde se ponía en jaque la propia función del Estado: tanto en su carácter de mediador y organizador, como en el de poseedor del monopolio del uso de la fuerza. Era, tal vez, el último intento de encontrar en la «política» la solución que las distintas variables militares no habían podido resolver. Como se ha dicho ya, la apertura política generó la formación de dos conglomerados políticos, La Hora del Pueblo y el El centro Nacional de los Argentinos (ENA), que revelaron los primeros alineamientos de esta nueva etapa aperturista. La Hora del Pueblo, además, fue un punto de inflexión muy significativo en la escena política, porque reveló, después de muchos años de distanciamiento, la voluntad negociadora de los dos adversarios políticos más relevantes del momento: Ricardo Balbín y Juan Domingo Perón. Era una de las claves que abriría el camino del retorno. La otra estaba en la negociación con los militares, como también se ha visto, en la habilidad de los emisarios de Lanusse, que se enfrentarían con un interlocutor con acreditada fama de imbatible y en los pasos que se jugarían en una interna militar con posibilidades de fracturas que, más temprano o más tarde, terminarían produciéndose. La figura de Perón seguía siendo fuente de conflicto entre sus ex camaradas de armas. El recurso del Gran Acuerdo Nacional no rendiría al general Lanusse los réditos esperados y, con el correr del tiempo, se ha señalado oportunamente, el propio presidente hubo de jugar su exclusión como posible candidato en las siguientes elecciones para evitar el más temido de los resultados: que Perón pudiera serlo y arrasara con los comicios. Pero el dilema se tornaba crucial; no iba a existir ninguna posibilidad de encontrar una salida política de masas si no se resolvía la «cuestión peronista» que encerraba el retorno del líder. Entre tanto, la violencia política crecía y con ella la respuesta represiva del gobierno, situación que, hacia fines de 1971, había llevado a La Hora del Pueblo a emitir un documento en el que se pronunciaba contra la corriente represiva de las autoridades y abogaba por la paz interior, a partir del cumplimiento de ciertos cursos de acción que proponía.

Perón juega todas las fichas posibles.-
Perón, al igual que Lanusse, endureció sus posiciones y llamó a incrementar »’la guerra revolucionaria» con la articulación de tres momentos fundamentales: la profundización del accionar de «las formaciones especiales «, el apoyo a «los intentos militares de resabios nacionalistas» y la «actividad partidaria», que no debía descuidarse en función de la salida electoral patrocinada por el gobierno militar. Esta última alternativa era mirada con especial atención, porque era la que podía controlar mejor y auguraba un triunfo más seguro .Acorde con su decisión de torcer las maniobras de Lanusse. Perón dio instrucciones muy precisas a su nuevo delegado personal el dr. Hector J Campora. un odontólogo de San Andrés de Giles, cuya virtud fundamental era la lealtad hacia la figura de su líder, entre otras cosas. Las orientaciones que Perón estableció fueron muy claras en cuanto a sus objetivos: planteó la necesidad de organizar definitivamente el Movimiento Nacional Peronista, trabajar por la concreción de su retorno a la patria y lograr la unidad de los partidos Políticos qué se sumaran a la institución del país. A partir de entonces, y con el fin de canalizar a los sectores juveniles, los incorporó a la conducción del Consejo Superior. Así, Rodolfo Galimberti y Julián Licastro pasaron a constituirse en dos nuevos referentes políticos para algunos sectores de los cuadros juveniles y revolucionarios. La figura de Licastro, un teniente 1ro. retirado que militaba en el peronismo, había cobrado predicamento desde hacía ya tiempo. Su voz, ahora cada vez más radicalizada, ya se había hecho oír en distintos foros donde se defendían propuestas de corte «nacional» inspiradas en el modelo peruano de Juan Velasco Alvarado.

Trelew y el silencio de Perón.-
Distintos cuadros de las formaciones especiales iban a protagonizar el 15 de agosto de 1972 un acontecimiento de gran repercusión en la cárcel de Rawson. Un conjunto de presos políticos de distintas organizaciones armadas prepararon una fuga masiva del penal. Dos organizaciones tenían el armado principal, el Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP), de orientación trostkista; y las Fuerzas Armadas Peronistas (FAP), que si bien se encuadraban dentro del peronismo, eran una organización que operaba con cierta autonomía. La otra organización armada, con mayor convocatoria, Montoneros, tenía una posición más flexible, puesto que les permitía a los militantes del penal tener libertad de acción para la operación en curso, aunque observaban con mayor atención las posibilidades de obtener la libertad de los presos por la vía de la solución política que ofrecería la salida electoral. El gobierno de Lanusse, a partir de estos acontecimientos, buscó presionar a Perón para lograr algunas definiciones políticas de repudio a los acontecimientos. Perón respondió con un silencio, por cierro elocuente..

Los radicales tienen que tomar partido.-
La asunción de Lanusse y la cuestión del nombramiento de Arturo Mor Roig como ministro del Interior había desatado entre los radicales una interna de alto voltaje. Había que tomar partido ante una movida política que podía hipotecar de antemano el futuro partidario en el terreno electoral. El veterano líder Ricardo Balbín apoyaba el nombramiento de Mor Roig con algunas reservas, porque no quería perder la oportunidad de que un radical controlara la salida política, pero contaba con una fuerte oposición por parte del ex presidente Arturo Illia, que además coincidía con las críticas de Raúl Alfonsín , un ascendente dirigente de la provincia de Buenos Aires y referente de sectores de la Juventud Radical. El radicalismo había pretendido que para. equilibrar ese costo político, Lanusse le propusiera. a un peronista dirigir el Ministerio de Economía, y se pensaba en hombres como Alfredo Gómez Morales, o Antonio Cafiero, pero que no se animaban a asumir ese protagonismo sin la anuencia clara de Perón. Por otro lado, en Córdoba, soplaba vientos de renovación ideológica que podían plantear discrepancias con la provincia de Buenos Aires. Desde el que ya sonaba como un lejano 1969, antes aun del estallido del Cordobazo, los radicales mediterráneos habían emitido el que se conoció como Documento de La Cumbre, ,que retornaba el espíritu de la Declaración de Avellaneda y de Moisés Lebensohn: Sobre esas bases aparecieron dos Tendencias principales: el Movimiento Nuevo, orientado hacia la centro izquierda; y el Movimiento de Renovación y Doctrina, que algunos insistían en considerar la derecha del partido. Eduardo Angeloz, Víctor Martínez, Ramón Mestre y Arturo Gallegos se contaban entre los principales referentes de la primera corriente y contaban con el apoyo de Arturo Illia.
En la segunda, a su vez, Horacio García, ex diputado nacional, balbinista, Luis
Urrubey y Hernán Balbona aparecían como las figuras más relevantes, apoyados por un sector juvenil que lideraba un antiperonista extremo, Eliseo Hormaeche.
Con la adhesión de otros grupos juveniles más combativos y orientados a la izquierda, el Movimiento Nuevo hizo público un manifiesto en el que enunciaba un programa de Reparación Nacional, destacaban que era «imperioso retomar el itinerario de la revolución americana «, propugnaba «una auténtica justicia social, sin sacrificio de la libertad»; consignaban su reclamo de una elección con juego limpio y, por otra parte, esos sectores más jóvenes rescataban definiciones partidarias esgrimidas en los tiempos de Onganía como: «Entre elecciónes condicionadas y el pueblo, el radicalismo elige estar junto al pueblo «. La disputa por el liderazgo interno en la UCR pronto alcanzaría dimensión nacional, como se verá más adelante, y hombres de Buenos Aires y Córdoba integrarían la línea de los protagonistas de ese nuevo tiempo político.

Elecciones: el anuncio oficial.-
Perón, como se ha visto, desde el relevo de su delegado Daniel Paladino (noviembre de 1971) y su reemplazo por Héctor J. Cámpora desplegó una serie de estrategias a través de las cuales no resignó su papel de referente de la ola de descontento social que se extendía por el país, no renunció al apoyo proclamado por buena parte de las organizaciones armadas, a las que -también se ha señalado- alentó y legitimó y, ante la salida electoral, por otra parte, el veto de su candidatura acarreó la autoproscripción del general Lanusse. Pero aun así Perón no aceptaría condicionamientos -o mejor dicho los ignoraría- y su personero, Cámpora, en el mes julio de 1972, anunció el regreso del ex presidente al país, quien, para demostrar el desprecio por las limitaciones oficiales, lo concretaría con posterioridad a la fecha límite.. Finalmente, el general Lanusse, el 17 de octubre de 1972 puso fecha oficial a las elecciones y a la entrega del poder (11 de marzo y 25 de mayo siguientes, respectivamente) que le permitirían soltar, definitivamente, esa brasa ardiente en que se había convertido el Poder Ejecutivo. Este hecho pareció volcar la balanza de la disputa entre ambos «jefes» a favor de Lanusse, por cuanto entonces, aun con la imposibilidad de ser candidato, Perón debería dejar de presionar exclusivamente y tendría que establecer pautas definitivas sobre objetivos -programa de gobierno- y sobre candidatos; en ambos casos comenzaría a mostrar su verdadera posición ante propios y extraños. También quedó de alguna manera comprometido a cumplir con el retorno, aunque fuera un regreso provisorio, era necesario para ultimar estrategias o para organizar definitivamente al país después de la retirada militar, o para que no lo dejaran bajar, en cuyo caso caería definitivamente la careta de aquellos que jugaban a políticos; sabía él que así como había algunos que pretendían, después de 17 años de proscripción, que él viniera a sacarles las castañas del fuego, había otros que seguían con el mismo odio y rencor que en 1955. Por otra parte, la situación estaba madura para venir a recoger los frutos, que ya eran muchos. Es que Perón -dice Benito Llambí en sus Memorias- había sembrado la semilla de un proyecto nacional serio y responsable y había hecho personalmente el tránsito desde la fórmula: «Para un peronista .no hay nada mejor que otro peronista», hasta la más universal: »Para un argentino no hay nada mejor que otro argentino». Puede aceptarse que el 17 de noviembre de 1972 (regreso de Perón al país) fuera considerado por muchos peronistas ortodoxos como un nuevo 17 de octubre de 1945, con la diferencia de que en este caso no se trataba de construir un nuevo movimiento sino de establecer un proyecto nacional conjunto. En definitiva, en noviembre de 1972 regresó por unos pocos días, y no trató con el gobierno, pero dialogó con los políticos y particularmente con el jefe del radicalismo, Ricardo Balbín, sellando un acuerdo democrático. Mostró una imagen pacificadora, habló de los grandes problemas del mundo y evitó cualquier referencia urticante.

La Asamblea de la Conciliación Nacional.-
El 21 de noviembre se concretó una gran asamblea política. Prácticamente todos los partidos estuvieron presentes en la reunión, presidida por Perón. Aunque el acuerdo en el que todos coincidieron era vago y casi puramente retórico, la capacidad de convocatoria del jefe justicialista quedaba demostrada acabadamente; también quedaba demostrado el aislamiento que cercaba a Lanusse. Además, se ratificaba la vocación electoral del país entero. Aunque Lanusse había prometido entregar el poder el 25 de mayo de 1973, las elecciones aparecían ahora como una exigencia de las fuerzas cívicas y no como una, concesión del poder. «Las elecciones son imprescindibles, porque sin ellas no hay ninguna solución estable y porque la exigencia de un gobierno fuerte como el que el país necesita sólo surge del vigor incontenible de la democracia que sólo genera el sufragio», decía La Nación del 23 de noviembre y agregaba que el gobierno «se vio obligado a seguir la dinámica del proceso que él mismo habla desencadenado». Aquel encuentro cambió la situación política nacional: Finalmente se había concretado el gran acuerdo nacional, pero no lo había logrado el Ministerio del Interior ni se habían reunido sus protagonistas en los salones de la Casa Rosada: Había resultado suficiente que el general Perón pisara suelo argentino para que a pocas horas pudiera convocar, con una respuesta rotunda y completa, a todo el espectro de las fuerzas políticas argentinas.

El triunfo del FREJULl.-
Entre rumores de que no habría elecciones y enérgicas desmentidas del gobierno ratificando su voluntad de entregar el poder al ganador; entre actos de violencia que el ERP y los Montoneros seguían produciendo, y discursos de los candidatos del FREJULI, caracterizados por reiteradas consagraciones a Perón, se deslizaron las semanas previas a los comicios. El 30 de enero, el ministro Arturo Mor Roig anunció que la Junta de Comandantes exigía a los triunfadores que acataran la Constitución, que aseguraran la independencia del Poder Judicial, que descartaran amnistías indiscriminadas y que compartieran con las FF. AA. las responsabilidades sobre seguridad interna y externa. Estos puntos expresaban los temores de las cúpulas militares de que los sectores más extremos del peronismo se apoderaran del poder real; como parecía predecirlo el tono de la campaña. Montoneros copaba los actos peronistas y en todos lados reiteraban su sombría jactan cia: «Duro, duro, duro/éstos son /os montoneros que mataron a Aramburu»; coreaban que Cámpora iría al gobierno pero que Perón ejercería el poder; prometían vengar a «los mártires de Trelew». Por fin, el 11 de marzo de 1973 se efectuaron los comicios. En las últimas semanas, la sensación de triunfo del FREJULI se había acentuado y la única incógnita era si llegaría en la primera vuelta al 50% de los sufragios. Cámpora-Lima obtuvieron el 49,6 por ciento de los votos, prácticamente la mitad del electorado, – Balbín fue apoyado por d 21,3 por ciento; Manrique hizo una gran elección, al reunir casi el quince, mientras que Alende obtuvo el 7 por ciento. «Reconozco en usted al hombre que ha elegido la democracia argentina», se apresuró a decir Balbín a su adversario. «Trabajaremos juntos por la reconstrucción nacional», le respondió Cámpora. La UCR decidió no presentarse a una segunda vuelta en el orden nacional, por considerarlo innecesario; en cambio, se celebrarían comicios en la Capital Federal y trece provincias para decidir situaciones sobre las que no había recaído hasta el momento un pronunciamiento electoral tan neto. El 3 de abril se reiteraron los triunfos del FREJULI, menos en la Capital Federal, donde Fernando de la Rúa, radical, ganó la senaduría, y en Neuquén, donde el MPN ratificó su liderazgo provincial. Este triunfo electoral del FREJULI tuvo repercusión internacional. Le Monde, de París, sostuvo «que los argentinos han desaprobado a la Junta militar, al votar en su mayoría por el candidato peronista, destacando, que el brigadier Martinez, uno de /os mas cercanos colaboradores del general Lanusse, ha obtenido menos del 1 % de /os votos’: El diario Pueblo, de Madrid, en su primera plana, expresó: «Barrió Perón. Triunfo aplastante del pueblo sobre la dictadura ‘: Así como la prensa internacional remarcó la derrota de las fuerzas armadas, Perón, cauto, expresó desde Madrid: «Tengo fe en las Fuerzas Armadas, puesto, que ellas son, en su mayoría las que obligaron a ir a elecciones”. Entre el 25 de marzo y el 10 de abril, Cámpora se trasladó a Italia para entrevistarse con Perón. Entre tanto, ese mes se intensificó la ofensiva guerrillera: secuestro del almirante Francisco Alemán y asesinato del almirante Hermes Quijada en represalia por la matanza de Trelew. Para tornar más inquietante el panorama, el 22 de abril,’ Rodolfo Galimberti, secretario general de la Juventud Peronista, anunció la formación de «milicias populares», lo que fue desmentido poco tiempo después. Tres días más tarde, Abal Medina y Galimberti viajaban repentinamente a Madrid, y el segundo de ellos era relevado de su cargo por decisión de Perón. A principios de mayo se reunieron los dos cámaras del Congreso en sesión preparatoria: la vicepresidencia provisional del Senado correspondió a Alejandro Díaz Bialet y la presidencia de Diputados a Raúl Lastiri, yerno de José López Rega, entonces el hombre más significativo del entorno íntimo de Perón.

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