Presidencia de Illia
Triunfo radical Un presidente austero con un apoyo minoritario.-
El sistema de representación propor¬cional utilizado para las elecciones de di¬putados y de electores de presidente no permitió que la UCR del Pueblo obtu¬viera la mayoría en el colegio electoral. Sin embargo, y todos los sabían, el triun¬fo electoral quedó desdibujado por la proscripción del Frente.
lIIia al gobierno, ¿y quién al poder?
El triunfo de Illia en las elecciones de 1963 bien podría constituirse en un símbolo de las circunstancias que caracterizaban a la vida política del país en esos años: las posibilidades de supervivencia de la democracia argentina -de más está cualquier comentario con respecto a su calidad- apenas si podían homologarse con el modestísimo y escasamente representativo porcentaje de sufragios obtenido por la UCRP. Si alguna esperanza quedaba, ésta descansaba sobre la posibilidad de que ese acuerdo ínter partidario, plasmado en virtud de la reunión del colegio electoral, pudiera tener alguna continuidad durante la gestión presidencial.
Dentro del Congreso, el partido gobernante poseía mayoría propia en el Senado, pero no sucedía lo mismo en Diputados, donde más del 60 por ciento de las bancas se repartía entre un amplio abanico de fuerzas políticas. La variedad ideológica de esta oposición dificultaba la concreción de alianzas, pero a decir verdad el Radicalismo del Pueblo se mostró poco dispuesto a compartir el poder con extraños. Algunos sostienen que esta actitud respondía a su profundo respeto por su programa y su plataforma electoral, mientras que otros prefieren endilgársela a su falta de visión política; pero si las razones que explican esta actitud pueden ser discutibles, lo que resulta incuestionable es que terminarían acelerando el proceso de aislamiento político que fue in crescendo a lo largo de la gestión y que terminaría haciendo mella hasta en la propia estructura partidaria. A este sombrío panorama debe sumársele el accionar de lo que Alramirano denomina «grupos de presión» y «factores de poder» y, muy especialmente, al fantasma de esa abrumadora cantidad de votos en blanco que recordaban la vigencia del tan censurado y tan temido peronismo. La proscripción que pesaba sobre el Partido Justicialista podía anularlo como opción electoral, pero no le restaba las fuerzas que finalmente hallarían un canal genuino de expresión en uno de los mencionados «grupos de presión» o «factores de poder». Casi simultáneamente con la llegada del Dr. Illia a la Casa Rosada (heredero de tensiones sociales generadas por las políticas de «ajuste» que creaban un clima favorable para la movilización de masas), la dirigencia sindical pondría en práctica el célebre «Plan de Lucha» que superaría, en amplitud y profundidad, las acciones emprendidas hasta entonces.
Las demandas de la central obrera no se ceñían a las tradicionales reivindicaciones laborales, sino que se instalaban de lleno en el terreno político para reclamar un «cambio en las estructuras económicas».
Las medidas adoptadas por la UCRP en materia económica:- social, aun cuando se inscribían -tímidamente- dentro de una línea nacionalista :- de corte popular, no satisfacían sus exigencias. Pero en cambio exacerbaban a la prensa, a los partidos políticos y a los «grupos de presión» enrolados en las filas del liberalismo, que se mostraban dispuestos a impedir por todos los medios cualquier intento de reedición de la nefasta experiencia peronista. De inmediato, frente a la dimensión que cobraba la agitación obrera y las nuevas tácticas que ésta empleaba, se escucharon voces que reclamaban la puesta en Practica de medidas que garantizaran «La paz y la seguridad social». El mote de «ineficiente e incapaz» que estigmatizaría a la gestión de Illia fue, en gran medida, obra de muchos que consideraron que la represión del gobierno al «Plan de Lucha” fue tardía y/o menor que lo que las circunstancias exigían.
Mientras intentaba neutralizar el acoso de la derecha cada vez se acercaba mas a las FUERZAS ARMADAS; el presidente y sus asesores buscaron por todos los medios socavar el poder sindical aprovechando las disidencias que anidaban en su seno. Pero tanto, sus estrategias ofensivas como sus ‘maniobras defensivas se revelaron infructuosas. Su máximo logro fue establecer un puente de contacto con la dirigencia sindical «no peronista», pero en última instancia terminó facilitando a los peronistas el control absoluto de la CGT. Durante los escasos treinta y cuatro meses que gobernó Illia, el movimiento obrero organizado continuó acentuando los rasgos de una fisonomía que había comenzado a distinguirlo en los años inmediatos que siguieron a la Revolución Libertadora: cada vez más peronista y, al mismo tiempo -y tal vez por ello- cada vez mis poderoso. Ya había exhibido su capacidad de acción durante la presidencia de Frondizi, y hasta había logrado mantener su protagonismo durante los meses en los que gobernó Guido. Poco a poco fue quedando atrás el tiempo de la resistencia para pasar a ocupar un lugar dentro de los límites del sistema» donde el sindicalismo aprendería rápidamente a combinar el empleo de la fuerza con la negociación. Tal vez, la figura más representativa de este proceso fue el dirigente metalúrgico Augusto Timoteo Vandor; «el Lobo», que tras alcanzar el control de la CGT se convertiría en el máximo referente local del peronismo. Su proverbial «pragmatismo» a menudo desafió los limites que todo peronista debía esperar, y esto significaba en primer lugar acatar las órdenes de Perón. Vandor fue tildado de traidor, y no quedan dudas con respecto a que más de una de sus jugadas desató la ira del General. Pero este no ignoraba cuales eran las reglas de juego que debía tolerar si pretendía seguir manejando al movimiento desde la otra orilla del océano y solo intervino de manera directa cuando consideró que el lobo o alguno de los hombres de la “columna vertebral” comenzaban a constituir una amenaza real.
La ofensiva sindical.-
La anulación de las elecciones de abril de 1962 y la casi inmediata deposición del presidente constitucional parecieron significar el fin del meteórico ascenso que el poder sindical había experimentado durante los años de Frondizi. Como aconsejaba la lógica, durante los primeros meses de Guido, la CGT -aún en manos de la Comisión Provisoria y a la espera del Congreso Normalizador postergado en vistas de las circunstancias permaneció a la expectativa y se limitó, en medio de las tensiones que emergían dentro de las FF. AA., a realizar cautas declaraciones desde un segundo plano.
Pero a la elocuencia de las medidas económicas implementadas por el elenco liberal que acababa de desembarcar en el gobierno pronto se sumaron acciones directas que incluyeron la clausura de personerías gremiales, la intervención de algunos sindicatos y la persecución y detencion de militantes y dirigentes. De este modo tras la presentación en el mes de mayo de 1962 del documento titulado “Contra el hambre y la Desocupación” , la CGT puso en marcha una serie de medidas de fuerza que se extendieron a lo largo de todo ese año.. La calma en los cuarteles permitió que a comienzos de 1963 se celebrara el tan esperado Congreso Normalizador; en él no sólo se sentaron las bases de la reorganización de la central sindical sino que también sirvió para expresar la voluntad de asumir un protagonismo político que poco a poco quedaría bajo la égida de las «62 organizaciones»‘. También fue en esa ocasión donde se dio a conocer el «El Plan de Lucha de la Confederación General del Trabajo», donde se exigían una serie de medidas políticas, económicas y sociales («el cambio total de las estructuras económicas’) y se establecía un plan de acción para alcanzarlas. La primera fase de ese plan fue puesta en práctica durante los meses siguientes y se fue diluyendo a medida que se acercaba la fecha de las elecciones. Las circunstancias que rodearon los comicios presidenciales de 1963 donde las 62 habían apostado primero al candidato del frente y luego tras su proscripción, al voto en blanco presagiaban que la estrategia sindical difícilmente habría de agotarse con el comienzo de una nueva experiencia democrática. Mientras la CGT continuaba negociando con el Presidente que se iba , “las 62” emitieron un documento donde se objetaba abiertamente la legitimidad de la victoria de la UCRP: la relación entre Illia y la dirigencia sindical peronista -que, comandada por Vandor, pronto controlaría la CGT – estaba herida de muerte antes del 12 de octubre de 1963. Casi de inmediato el gobierno intentó generar canales de comunicación con los dirigentes sindicales. Pero a comienzos de diciembre, luego de que se ratificara el «Plan de Lucha», recibió un petitorio donde se solicitaban reivindicaciones económicas inmediatas y una serie de medidas tendientes a desmontar el aparato represivo que había funcionado a lo largo del año y medio anterior. Al mismo tiempo que continuaba en marcha «la primera fase del plan», que incluía la «preparación» y «movilización», en los primeros meses de 1964 comenzó a agitarse de manera decidida la puesta en práctica de «la segunda fase», que amenazaba con la ocupación de centros de comercialización y producción. Las negociaciones que se sucedieron a lo largo de los primeros meses de 1964 sólo consiguieron postergar lo que desde hacía tiempo parecía inevitable. El 10 de mayo, el Comité Central Confederal, presidido por el secretario General José Alonso, tomó la decisión de poner en marcha «la segunda fase». «En las primeras horas de 21 de mayo de 1964, 800 fábricas de la Capital Federal y del Gran Buenos Aires fueron ocupadas por los trabajadores en lo que constituyó el inicio del Plan de Lucha. En días sucesivos y hasta el 24 de junio, la CGT realizó 6 operativos mas, en los cuales casi 4 millones de trabajadores en todo el país pusieron bajo su control por 48 horas 11.000 establecimientos. El éxito de las acciones emprendidas era indudable y había servido para conquistar simultáneamente varios objetivos. El efecto provocado sobre la administración radical era evidente, pero el mensaje no podía pasar desapercibido ni para el resto de las fuerzas políticas ni para los «grupos de poder» o los «factores de presión»: la conducción del movimiento encarnaba mucho más que la representación sindical de los trabajadores, y se transformaba en el interlocutor autorizado para expresar sus demandas políticas. Y tal vez esta circunstancia, y no la consideración por un gobierno que no atinaba a reaccionar, fue lo que decidió a los líderes sindicales a interrumpir esta táctica: ¿hasta dónde podían movilizar a las masas sin que el curso de los acontecimientos los desbordara y quedaran expuestos a la posibilidad de perder el control? Los agitados meses de mayo y junio de 1964 también dejaron su huella sobre la recientemente reorganizada CGT. Los sectores independientes, que de manera manifiesta ocupaban un segundo plano en la toma de decisiones, consideraron que las «ocupaciones» y los estallidos de violencia popular excedían sus demandas, y que se corría el riesgo de empujar al gobierno por la pendiente que lo conducía hasta el golpe de Estado. En el mes de julio, Ribas, Almozny y March renunciaron a la conducción, lo que significaba abandonar el control de la CCT en manos de la conducción peronista. Esta circunstancia no acababa con los conflictos internos, que ahora comenzarían a girar en torno de la «fidelidad» al movimiento. La «columna vertebral» controlaba la cada vez más poderosa central obrera y exigía respeto: esto también incluía al General?
También jugaron un rol importante José Alonso y otro sindicalista, Amado Olmos.
En Madrid, el operativo contó con el apoyo personal y económico del financista Jorge Antonio. Durante todo el transcurso de 1964, la espada de Damocles del «Operativo Retorno» pendió sobre el gobierno radical. «Este acontecimiento afirma Page- era una de las principales acciones que los diversos frentes peronistas desarrollaron contra el gobierno constitucional de Arturo lllia, a quien algunos líderes sindicales y políticos consideraban un presidente débil, y posible de ser reemplazado. Voceros de la Casa Rosada hicieron saber que Perón podría volver como cualquier ciudadano, claro que tendría que responder ante la Justicia por las causas pendientes desde 1955. Por otro lado, era muy probable que si el gobierno permitía el retorno, las Fuerzas Armadas (incluyendo azules y colorados) lo derrocarían. En esa época podían tolerar la actividad de partidos neoperonistas, de fuerzas como la Unión Popular, pero nunca el regreso del «dictador depuesto». Desde el peronismo se hicieron gestiones en Uruguay y Paraguay para el caso eventual de una etapa de Perón en esos países. También el oficialismo radical se movió en los mismos ámbitos, pero con un fin exactamente opuesto: vedar al exiliado puntos de apoyo cercanos al país. Unas y otras expectativas empezaron a concretarse sobre la medianoche del 10 de diciembre, cuando se supo que Perón y una reducida comitiva (Antonio, Vandor, Framini, Paro di, Iturbe) habían partido de Madrid -con la discreta anuencia de la dictadura franquista- en el vuelo 991 de Ibería que -tras cumplir escalas en Río de Janeiro y Montevideo-, debía aterrizar en Buenos Aires el día 2.
El frente interno. La oposición.-
La posibilidades de éxito de la democracia argentina a partir de la llega¬da de Illia al gobierno estaban fuertemente condicionadas por una serie de elementos adversos alocados en distintas esferas institucionales y corporaciones y a las que, con el correr del tiempo, se su¬mó la presión cada vez mayor de los me¬dios de comunicación, especialmente de las revistas Primera Plana y Confirmado. Al poco tiempo de asumir, el gobierno llamó a colaborar a los partidos políticos opositores; el pedido se recibió con des¬confianza, debido a que esta convocato¬ria se producía cuando ya todos los car¬gos importantes estaban cubiertos por el oficialismo. El peronismo, por su parte, inició una paulatina ofensiva para recu¬perar posiciones. El vuelo de Iberia, inte¬rrumpido en RÍO de Janeiro a fines de 1964, ya se ha visto, demostró claramente que las FE. AA. no tolerarían el retor¬no de Perón. Otro frente que no había sido integrado al gobierno era el de los empresarios nacionales y extranjeros. Es¬tos últimos -atraídos ayer por el gobier¬no de Frondizi—, a causa de hechos pun¬tuales como los contratos petroleros, la ley de medicamentos y la falta de flexibi¬lidad y receptividad para ofrecer negocios a la inmensa masa de dinero para inversiones disponible en los países del «pri¬mer mundo», encontraban ahora, como mínimo, una fría indiferencia. Los em¬presarios nacionales, nucleados en la Unión Industrial Argentina (UIA) y en la Sociedad Rural (SRA), integradas ambas en Aciel, encontraban obstáculos en las retenciones, en los precios sostén, en la política monetaria, en las leyes obreras (algunas como la de indemnizaciones, de¬finida como «subversiva»), en la lentitud o indiferencia ante sus reclamaciones sec¬toriales, en la «complicidad» ante el desa¬rrollo del plan de lucha de la CCT; los industriales inclusive llegaron a la «deso¬bediencia civil», concretada en el no pago de impuestos y leyes sociales, con lo que acumularon significativas deudas. Segura¬mente, en este sector no iba a disgustarse con un «serio» golpe de Estado. En junio de 1966, Illia sería destituido.
El frente externo. Las relaciones internacionales
Un crecimiento sostenido y una balan¬za de pagos favorable, en un ambiente plenamente democrático, sirvieron de in¬dicios suficientes para contar con la con¬formidad de los EE.UU. -y de su emba¬jador- durante ese período. Por ello las relaciones con EE.UU. fueron buenas, a pesar de la anulación de los contratos pe¬troleros -indemnizaciones mediante— y otros roces emergentes de la situación cubana. El 10 de mayo de 1964, la Ar¬gentina firmó un convenio de coopera¬ción militar con los EE.UU. Se basaba en el nuevo concepto de la seguridad continental, que reemplazaba la doctrina del peligro extracontinental por aquella que consideraba que la amenaza estaba dentro de América latina. Había que concentrarse en la seguridad interna, para combatir la subversión y el comunis¬mo. En 1962 se había creado el Colegio Interamericano de Defensa, que trató de vincular en forma regular a los oficiales de todas las fuerzas armadas del continente y difundió nuevas prácticas «contrainsurgencia» para enfrentar la acción guerrillera, estimando necesario poner al día también el armamento, el entrenamiento y la organización de los ejércitos. Cuba, acusada de difundir el marxismo por medio de la acción guerrillera constituía el factor desestabilizador de la política americana. En la IX Reunión de Consulta de Cancilleres de la OEA, dedicada a tratar ese tema, los EE. UU. hicieron sentir su presión para que los países del continente aislaran comercialmente a la isla. El canciller argentino, Miguel Zavala Ortiz, acordó repudiar el régimen comunista cubano, pero se pronunció en contra de una acción compulsiva inmediata. En abril de 1965, tropas de infantería de marina de los EEUU, desembarcaron en Santo Domingo -que «amenazaba» con transformarse en una nueva Cuba- con el objetivo de «res¬tablecer el orden democrático «. La Argenti¬na justificó la intervención y condenó las interferencias «castrocomunistas» en los asuntos internos de los países america¬nos.
Las Fuerzas Armadas y el gobierno.-
Durante los dos primeros años del go¬bierno del Dr. Illia, las FF. AA. se mos¬traron respetuosas del orden constitucio¬nal. El Ejército, con la conducción de Juan Carlos Onganía, parecía mas preo¬cupado por alcanzar el mas acrisolado profesionalismo que por ejercer la fun¬ción de vigilancia que había adoptado durante el gobierno frondizista. La acti¬tud de la Aeronáutica y de la Marina era similar. Sin embargo, varios factores contribuirían al descontento militar; el Plan de lucha de la CGT y la pasividad del gobierno; la indefinición oficial ante el frustrado viaje de Perón; el triunfo de la Unión Popular y otros neoperonismos, en 1965; algunos episodios de po¬lítica internacional en los que las FF. AA. se sintieron desplazadas —el proble¬ma limítrofe con Chile y la «victoria brasileña», que impuso un jefe de ese pa¬ís para la fuerza interamericana que actuaría en Santo Domingo-; la sensación de que había un «gobierno paralelo», con excesiva gravitación de Balbín y del partido. El 8 de julio de 1965, el general Pedro Eugenio Aramburu -como retira¬do del ejército y como líder de UDELPA- formuló severas criticas a la gestión oficial y advirtió sobre un posible golpe de Estado motivado por la infiltración comunista en los sindicatos, la anulación de los contratos petroleros y el creci¬miento del peronismo. Estas opiniones recibieron la crítica del secretario de De¬fensa y del Comité Nacional de la UCRP. Había un punto que preocupaba especialmente a las FF. AA.: la infiltra¬ción extremista en distintos ámbitos, en particular el universitario.
Los militares y el peronismo
La rehabilitación definitiva en el go¬bierno de Illia permitió al peronismo -bajo el nombre de Unión Popular (UP)- obtener un triunfo resonante en las elecciones para diputados nacionales de 1965, con 2.720.000 votos. Vigente el sistema proporcional D’Hont, la UCRP obtuvo el segundo lugar seguida por el Movimiento de Integración y De¬sarrollo (MID), la Federación Nacional de Partidos de Centro y la UCR1. No sólo la Cámara de Diputados cambió ra¬dicalmente su composición al contar con 40 diputados del peronismo, sino que muchos sectores -no sólo el oficia¬lismo- comenzaron a poner las barbas en remojo: un nuevo triunfo peronista en las elecciones para gobernador de la provincia de Buenos Aires, en 1967, po¬dría reavivar el incendio que había con¬sumido al gobierno de la UCRI en 1962. Mucho antes, crecieron las preo¬cupaciones cuando en Mendoza (17 de abril de 1966), con intervención de Ma¬ría Estela Martínez de Perón y la orden grabada de Perón, su candidato a gober¬nador, Ernesto Corvalan Nanclares, ob¬tuvo 102.500 votos sobre los 62.000 de Alberto Serú García, candidato de Vandor. No ganaron las elecciones, que fue¬ron para el Partido Demócrata, pero su¬mados ambos peronismos —resultado que siempre se pensaba como un logro posible para su conductor-, la amenaza subsistía para la provincia de Buenos Ai¬res. Esta crispación ante el resurgimiento peronista no era exclusiva de los sectores militar y oficialista; varios partidos pe¬queños surgidos como alternativas del peronismo proscripto corrían el peligro de desaparecer.
La prensa: ¿cuarto o primer poder?
En su libro Paren las rotativas, el pe¬riodista Carlos Ulanovsky se pregunta si existió el «golperiodismo» en 1966. Robert Potash, en tanto, asegura que «desde mediados de 1965 ciertos periódicos se ha¬bían comprometido en una campaña deli¬berada para desacreditar a Ía administra¬ción radical (…) a transmitir una idea de que el golpe era inevitable (…) y los que no participaron desempeñaron un rol pasivo, observando con indiferencia el proceso sin hacer nada para desalentarlo». Además, señala a las revistas Confirmado y Primera Plana, ambas fundadas por Jacobo Timerman, y a los columnistas Juan José Guiraldes y Mariano Montemayor, co¬mo los conspiradores de prensa mas visi¬bles, aunque no pasa por alto los ácidos editoriales de La Nación y de La Prensa. El periodismo de anticipación nunca ha¬bía logrado una primicia siete meses an¬tes de producirse el hecho. El periodista Rodolfo Pandolfi escribió en Confirma¬do, el 23 de diciembre de 1965, que el golpe se produciría el 1° de julio siguien¬te y detalló la hora en que Illia dejaría la Casa de Gobierno.
Crónica del fin: ¿con Illia o contra Illia?
En el Ministerio de Defensa, dos gene¬rales entregaron una carilla al ministro. Este preguntó: «¿No es peligroso esto? Si tal vez si, … Los generales Castro Sánchez y Manuel Alberto Laprida se retiraron del despacho del Dr. Leopoldo Suarez. Horas más tarde, la noche del 1° de abril se di¬fundió el polémico comunicado de la Se¬cretaría de Guerra en el que el Ejército se declaraba sostenedor de la Constitución y de las leyes, no creía que un gobierno mi¬litar fuera la solución para la Argentina pero, sensible a los problemas que vivía la Nación, invitaba a la reflexión y a un cambio de rumbo que contribuyera al fortalecimiento de las instituciones repu¬blicanas v a la consolidación del «estilo de vida por el que tantos argentinos han ofren¬dado sus vidas». Esto que aparecía como un planteo sorprendió a los militares, y también al gobierno. Luego del comunicado, los generales Castro Sánchez y La¬prida intentaron influir sobre este último, con la intermediación de! ministro de Defensa, para que a través de medidas rá¬pidas y profundas mejorara su imagen, se fortaleciera y ahuyentara la posibilidad de un derrocamiento. Pero tales esfuerzos se esterilizaron por vía de un cúmulo de cir¬cunstancias que cuajaron en reiteradas faltas de decisión del gobierno. Hacia fi¬nes de abril de 1966, los generales Castro Sánchez y Laprida expresaron ame el mi¬nistro Suárez: «No vamos a custodiar elec¬ciones —se referían a las de ] 967— que lue¬go vamos a anular instalándonos en la Casa Rosada» y reiteraron el sometimiento de las FF. AA. a la carta magna y a las leyes. Reconocidos azules y legalistas desde 1962, el planteo de estos oficiales habría intentado evitar lo que ya aparecía como inevitable. Los apoyos al gobierno se fueron raleando y aparecieron soluciones co¬mo la del demócrata-progresista Horacio Thedy, que pretendía saltear la elección de 1967 prorrogando los mandatos hasta 1969 para salir de ese atolladero, posición que también suscribiría el oficialista Arturo Mor Roig y contaba con el apoyo de algunos oficiales del Ejercito y de figuras como Ricardo Balbin y Raúl Alfonsín. Algunos oficiales pretendían además pos¬poner el golpe, para tratar de sacar del medio a Onganía -con una embajada por ejemplo-, pues no contaba con las simpatías de toda la oficialidad. Otro do¬cumento que seria producto de las FF. AA. y traduciría el espíritu de los azules señalaría, a fines de abril, que: «El deber de obediencia de las Fuerzas Armadas ca¬duca cuando la acción de gobierno, por ex¬ceso o por defecto, engendra el inminente peligro de que se imponga un sistema totali¬tario, o suscita un estado grave y prolongado de subversión interna, o produce un descen¬so en los niveles de vida populares propicio a la infiltración comunista «.
Un general imprudente
El 29 de mayo de 1966, en la celebra¬ción del día del Ejército y en presencia del mismo presidente de la República, el general Pistarini afirmaba en su discurso que «en un Estado cualquiera no existe li¬bertad cuando no se proporcionan a los hombres las posibilidades mínimas de lograr su destino trascendente, sen porque la inefi¬cacia no provee los instrumentos y las opor¬tunidades necesarias, sea porque la ausencia de autoridad haya abierto el camino a la desintegración». Onganía calificó el dis¬curso de imprudente, estimando que pro¬vocaría e! relevo de los comandantes; eso mismo le pidió el ministro de Defensa al Presidente; al no obtener su aprobación, el ministro de Defensa manifestó después que el gobierno compartía los conceptos vertidos por Pistarini. La falta de agresivi¬dad en la respuesta impidió la aceleración del proceso, pero no lo detuvo. Atlántida, refiriéndose al golpe, publicaba en junio: «Sólo falta fijar la fecha; por eso Onganía aceptó encabezarlo». En tanto, el ministro de Educación y Justicia, doctor Aleonada Aramburú, se presentó ante la Justicia fe¬deral denunciando a cuatro revistas por instigar a cometer delitos: Primera Plana, Confirmado. Atlántida e Imagen. Las no¬tas cuestionadas eran firmadas en algunos casos por Mariano Grondona y Mariano Montemayor, v en otros no llevaban fir¬ma, y aludían al posible golpe, y sus alter¬nativas. El 23 de junio el juzgado federal desestimó los cargos. Puso así, en tela de juicio, la defensa del estado de derecho. El 11 de junio el Ministerio de Defensa hizo llegar al periodismo el texto de un supuesto «plan revolucionario», Lo publi¬caron al día siguiente El Día de La Plata, La Razón y Correo de la Tarde, que dirigía Francisco Manrique. El Presidente no aceptaba esa realidad y se empeñaba en considerar que su investidura se impon¬dría. Sus ministros, conscientes de la si¬tuación, se reunieron en la casa del doc¬tor Palmero, incluidos los secretarios mi¬litares; el general Castro Sánchez puntua¬lizó las acciones que podrían atemperar el clima revolucionario: relevó focal del ga¬binete, intervención inmediata en la Uni¬versidad, intervención a la CGT, pros¬cripción del peronismo e intervención a la provincia de Tucumán. La gravedad de la situación, trasmitida al Presidente, de¬terminó que este convocara a una reu¬nión de gabinete que ocupó los días 10 y 13 de junio. La conclusión para el Presi¬dente fué que «Ios aires golpistas que sopla¬ban eran producidos nada más que por un pequeño grupo de las fuerzas armadas». Las definiciones «exigidas» por el general Pistarini a su par Castro Sánchez termina¬ron, por su parte, con una casi angelical declaración: «la defensa del estilo de vida democrático y el propio ejercicio de las liber¬tades esenciales, demanda que se resguarden las instituciones». Un informe sobre las medidas que consideraban indispensables para intentar detener el destino, solicita¬do por el secretario de Guerra a los gene¬rales Alsogaray, Caro, Hure, Vi¬llegas, Aguirre, López y Guido Blanco, reiteraba que eran las medidas a aplicar «dentro de la Constitución y las normas de¬mocráticas». Las cosas se precipitaron cuando tomó estado público una entre¬vista, realizada el 23 de junio entre el se¬cretario de Guerra, el comándame del II Cuerpo de Ejército, general Augusto Ca¬ro, y, entre otras personas, el diputado peronista José A. Caro, hermano del ge¬neral. El general Pistarini, al tomar cono¬cimiento, consideró que se tramaba su destitución y una reestructuración de los mandos y decidió poner en marcha el golpe.
El 27 de junio se comunicó con el ge¬neral AIsogaray para anunciarle el movi¬miento. Éste, a su vez, se entrevistó in¬mediatamente con Onganía quien creyó conveniente no llevar tanto apresura¬miento y aplazarlo, pues todavía no tenía un programa de gobierno y ni siquiera tenía definidos los candidatos a ocupar los cargos claves. Ademas, se carecía tam¬bién de justificativos suficientes anee la opinión pública. Estas razones no fueron compartidas por Pistarini, que continuó adelante y ordenó al comandante de Comunicaciones el copamiento de las radios y canales de televisión. Luego reunió en su despacho a los generales con destino en Buenos Aires y Gran Buenos Aires pa¬ra comunicarles lo que estaba ocurriendo y lo que se haría. Los generales Nicolás Hure y Cándido López explicitaron su desacuerdo, argumentando el primero que Onganía no estaba capacitado para gobernar, opinión que compartían varios camaradas de su promoción. Pero esto no incidió en la marcha de los aconteci¬mientos. Ese mismo 27, se separó del mando y se arrestó al general Caro, y hacia la noche ya estaban bajo control mili¬tar el edificio de Correos, la central tele¬fónica, las radios y los canales de televi¬sión. Alrededor de las 21, el Presidente recibía a los comandantes de la Marina y de la Aeronáutica. El primero se mostró proclive a defender el orden constitucio¬nal, mientras el segundo manifestó que Illia debía renunciar para evitar enfrentamientos. Al enterarse, y considerándose traicionado, el Presidente expresó que si querían su renuncia, la tendrían. Cuando estos comandantes regresaron a la Casa de Gobierno, después de entrevistarse con sus respectivas fuerzas y decidir el apoyo al golpe, se encontraron con que Illia había cambiado de opinión y no es¬taba dispuesto a renunciar; lo instaron entonces a que abandonara la Casa Rosa¬da antes de las cinco de la madrugada del día siguiente. A todo esto, el secretario de Guerra, general Castro Sánchez, y el subsecretario, general Laprida, ya habían dimitido en desacuerdo con un comuni¬cado de Pistarini difundido por los me¬dios de comunicación masivos a las 22, que decía en su parte resolutiva: «(…} 1) Proceder al relevo del general Caro romo comandante del Cuerpo de Ejército II; 2) desconocer la autoridad del general Castro Sánchez como secretario de Guerra; 3} acuartelar las tropas; 4) mantener infor¬mado al pueblo». Después de la medianoche del 27, el doctor Illia se dirigió al pueblo comunicándole el relevo de su cargo del general Pistarini, y disponiendo que las Fuerzas Armadas defendieran «el orden constitucional». Pistarini contraata¬có desconociendo la resolución presiden¬cial de destituirlo y dio comienzo a la movilización militar con la ocupación de los sitios claves: alrededores de la Plaza de Mayo, el Congreso, la Cancillería, la Municipalidad y la Jefatura de Policía. En pocas horas, los militares se hacían cargo de los gobiernos de provincia y el general Alsogaray recibía la orden de de¬salojar la Casa Rosada. Acompañado por el teniente coronel Luis Máximo Prémoli, se dirigió allí, sin armas. Con el Presi¬dente estaban la mayor parte de sus ministros y algunos familiares. No se iría sin expresar su condena a unos oficiales a quienes calificó literalmente de «usurpa¬dores». El golpe de Estado que derrocó a Illia, escribió Alain Rouqué fue «el mejor urdido de la historia argentina., conforme a la imagen ‘desarrollista’ de alto tecnicismo y total eficacia que pretendían las fuerzas armadas». Asi llegó Onganfa al poder. La «proclama» del 28 de junio subrayó, so¬bre todo, un punto más que significati¬vo: los «extremismos»; sería objetivo prioritario «neutralizar la infiltración
Marxista y erradicar la acción del comunis¬mo» y se hicieron piadosos votos por la democracia, el federalismo y la moraliza¬ción de la función pública. El 9 de julio, al celebrarse en Tucumán el sesquicentenario de la Declaración de la Indepen¬dencia, fue la ocasión convertida en apo¬teosis del nuevo régimen, pero el discur¬so insistiría en los mismos puntos y agre¬garía poco mas: adhesión al mundo libre, condena de los «extremismos», rechazo de las «divisiones subalternas». El año 1966 se consagraría a difundir «los prin¬cipios de orden, autoridad, responsabilidad y disciplina»; luego seguiría un Plan Na¬cional de Desarrollo y Seguridad. El pro¬grama propiciaba la reimplantación del liberalismo económico y la economía de mercado sostenida por Alvaro Alsogaray. Los ejes de la modernización planeada pasaban por el apoyo a la iniciativa priva¬da, la limitación del intervencionismo es¬tatal y un crecimiento abierto a las inver¬siones extranjeras y la competencia exter¬na que permitiría bajar los costos. Los partidos políticos, con algunos matices y a excepción del radicalismo y la izquierda tradicional, aceptaron la nueva situación como algo lógico y razonable. E! movi¬miento obrero, entretanto, ya podía em¬pezar a inquietarse.
Paralelismo.-
La designación de Charles de Gaulle como jefe de ministros del gobierno francés a raíz de la crisis en Argelia, su declinación y caída originadas en el Mayo Francés de 1968, su carácter de militar y la necesidad de la opinión pública de contar con un gobierno autoritario-que restaurara el orden, pero también la confianza y el prestigio del nacionalismo francés, son hechos que permitieron establecer una vinculación y un paralelismo con la gestión del general Juan C. Onganía al frente de la auto denominada Revolución Argentina. El Cordobazo de 1969, la movilización de estudiantes universitarios que por primera vez se aliaban con los obreros en sus reclamaciones eran comparables con ese Mayo Francés.
Si se analizan las circunstancias y las formas que posibilitaron sus ascensos, tanto De Gaulle como Onganía llegaron con un amplio apoyo de la opinión pública. En el caso del primero, las FF. M. estimaban en él a la figura que defendería el dominio francés sobre sus colonias. El segundo se afirmó en el consenso de factores de poder dominantes, en el asentimiento resignado de la mayoría y en la expectativa desconcertada de todos. «El mando presidencial dependía del poder militar» y el arraigo en la sociedad era expresado por la alianza corporativa entre el poder militar, la Iglesia y las elites sindical y empresarial. La «gran burguesía»; como la denomina Guillermo O’Donnell, pretendía recuperar la estabilidad económica y orientar en su beneficio el «empate» entre empresarios y obreros.
Los mecanismos que llevaron a ambos al poder también variaron; mientras De Gaulle era convocado por la opinión pública, Onganía contó con la eficiente colaboración de la prensa golpista, pero fue, sobre todo, el producto de una iniciativa proveniente de lo que en la época se denominaba «los factores de poder» ya mencionados, lo que a la postre debilitó todavía más su escasa legitimidad. Un Estatuto -que con el Acta, el Mensaje y la Constitución- conformaba las «leyes fundamentales» del nuevo régimen, establecía los roles de gobierno, las competencias y formas de designación de los funcionarios. La junta de comandantes de las Fuerzas Armadas fue la encargada de la intervención militar, pero luego se sujetó formalmente a la autoridad presidencial. Onganía decidió mantener a aquéllas alejadas de la gestión política, en defensa de su profesionalidad;
El general presidente.-
Considerado por sus pares como un caudillo militar, ascético, severo, Onganía procuró trasladar su imagen de autoridad a los otros ámbitos de la vida social. Reclutó a sus colaboradores según ciertos valores compartidos; numerosos entre los nuevos funcionarios, particularmente en las áreas no econónicas, eran católicos de filiación nacionalista. Aunque se titularan apolíticos, se consideraban fervientes anticomunistas. Detrás de los «tecnócratas de sacristía» se esbozaba un criterio de legitimidad ligado a la tradición conservadora de eficiencia administrativa, con un barniz de constitucionalismo que habría de desaparecer rápidamente apenas se insinuaran las primeras resistencias. Liberales en economía, antiliberales o no democráticos en política, otros hombres de Onganía expresaban las contradicciones que eran las del propio presidente y habituales en el mundo militar argentino. De Gaulle logró, por el contrario, que se reformara la Constitución y así la figura presidencial adquirió un peso y un poder significativos como lo había requerido en 1946. El gabinete ministerial y, sobre todo, el primer ministro respondieron al partido gaullista, lo que le permitió una unidad de criterio y la garantía del cumplimiento de sus decisiones. Onganía concentraba no sólo el Poder Ejecutivo sino que además estaba habilitado por el Acta de la Revolución a implementar leyes según su conveniencia. Podía designar, también, a los miembros de la Corte Suprema de Justicia y a los gobernadores provinciales. El presidente tenía autoridad, asimismo, para crear «organismos permanentes o transitorios» que debían asesorarlo en cuanto a asuntos legislativos. La única limitación impuesta al presidente era que todas las actividades del gobierno fueran realizadas de acuerdo con los objetivos de la Revolución y los principios de la Constitución. A pesar de que el presidente concentraba todo el poder, pretendía, según Roberto Roth; que las distintas jurisdicciones, organismos y regiones encararan por sí mismas el planeamiento para el desarrollo y el progreso de la obra pública desde los niveles inferiores de la administración respectiva. Es decir, que si el presidencialismo de Onganía lo asemejaba al de De Gaulle, los hechos demostraban también que procuró dar cierta independencia para agilizar y concretar la gestión. Para Roth, fueron los grupos empresariales, las FF.AA. y el sindicalismo los que ejercieron la presión suficiente como para acelerar o desalentar muchas de las iniciativas oficiales. La semejanza entre el nacionalismo de Onganía y el de De Gaulle, se advirtió en la concreción de grandes emprendimientos en sectores considerados estratégicos en el área energética, transportes y comunicación, en los decretos que obligaban a los medios de comunicación a promover y priorizar la «cultura nacional» así como en la incorporación de figuras que se identificaban con dicha corriente ideológica. Los testimonios en este sentido abundaban en un mensaje presidencial de 1966 se señalaba el papel que les tocaba desempeñar a las FF.AA., el cual consistía en «interpretar los mas grandes intereses nacionales «, restaurar y proteger la «unidad nacional».
El propio Onganía tenía fuertes vínculos con los cursillos de cristiandad y con el Opus Dei: El canciller Nicanor Costa Méndez; el secretario del Interior, Mario Díaz Colodrero, y Mario Amadeó, designado embajador en Brasil , eran miembros del Ateneo de la Republica, club nacionalista constituido en 1962 con el objetivo de prepararse para el día en que la Fuerzas Armadas se viesen obligadas a ejercer directamente el poder y a realizar después una serie de transformaciones en todos los campos de la vida nacional